El Blog de Alerce

Videojuegos, matemáticas, literatura, ciencias y filosofía en una mezcla (aparentemente) aleatoria

La amante de Wittgenstein, de David Markson

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En “La amante de Wittgenstein” Kate es el único ser vivo que queda en el mundo. Cómo ha llegado a esa situación es algo que Kate no considera necesario explicar.

Entiendo que Kate no quiera dar explicaciones. Las cosas son como son; a veces, recordar lo que pasó sólo sirve para que a uno le entren ganas de dar cabezazos a las paredes.

Además, si uno se empeña en explicar cómo las cosas han llegado a un cierto punto, habría que ser consecuente y hacer como esos antiguos autores islámicos que empezaban todos sus libros recordando que al principio estaba Alá y que Alá creó el mundo.

Los libros que se retrotraen tanto y empiezan así deben de ser muy aburridos. Si Kate hubiera retrocedido tanto, seguramente “La amante de Wittgenstein” habría sido rechazada por muchísimos editores, incluso más que los cincuenta y tantos que al parecer en efecto la rechazaron antes de que uno finalmente se arriesgara a publicarla.

Los pensamientos que Kate escribe en su diario llegan a ráfagas, en pequeñas frases; a veces unos pensamientos inspiran otros, y en otras ocasiones parecen totalmente inconexos.

Wittgenstein también solía escribir de este modo. Quizá porque cuando estaba redactando el “Tractatus Logico – Philosophicus” en su cabeza, durante la Primera Guerra Mundial, el tiempo que tenía para reflexionar con tranquilidad se reducía al intervalo que mediaba entre la explosión de un obús y la siguiente.

Puedo imaginar a Wittgenstein en la trinchera, pensando en su correspondencia con Bertrand Russell, en los caballos que cuentan que le gustaban tanto y en el lenguaje; cada explosión sacudía su cuerpo y su mente, y le metía a la fuerza un pensamiento en la cabeza que expulsaba al anterior.

Aunque como Wittgenstein pasó la guerra o en el frente oriental, o como prisionero, puede que no llegara a vivir la etapa de las trincheras. Lo consultaría en internet, pero me da pereza.

Me pregunto qué se sentirá al formar un pensamiento y expresarlo tan claramente en una única frase que al leerlo se sienta: “ya está, esto es justo lo que quería decir; no sobra ni falta ni una palabra”.

Quizá para llegar a ese punto necesitaría las explosiones de los obuses, para que me sacaran los pensamientos de la cabeza antes de que se retrotraigan tanto que me den ganas de dar cabezazos a las paredes, o estén tan extendidos y enredados que ya no se sepa qué significan.

Por ejemplo, uno piensa sobre Wittgenstein, los aforismos, los obuses, la guerra y todo lo demás, y si se descuida y no contiene los pensamientos, unos anulan y contradicen a los otros y al final se queda sin nada.

La gente suele hablar del “primer Wittgenstein” y el “segundo Wittgenstein”. Me pregunto qué habría pensado Wittgenstein de este desdoblamiento de su persona; el primero seguramente lo habría tachado de “oscilación del significado”, el segundo quizá habría sentido que su ser efectivamente se desdoblaba.

San Agustín decía “yo soy dos y estoy en cada uno de ellos por completo”. O, por lo menos, eso aseguraba Aute al comienzo de una de sus canciones.

En todo caso, Wittgenstein sostenía que había que leer sus “Investigaciones Filosóficas” teniendo su “Tractatus Logico – Philosophicus” en la otra mano. Así, mientras un ojo lee que el lenguaje es una figuración de la estructura lógica del mundo, el otro lee que el lenguaje es un acto realizado conforme a unas reglas.

Eso decía Wittgenstein; o eso creo, quizá no lo entiendo correctamente. Juraría por mi vida que Wittgenstein dijo eso, como suele hacer Kate, pero como no estoy tan seguro y, a diferencia de Kate, pienso que otras personas podrían leer lo que escribo, prefiero no hacerlo.

Lo curioso de estas reglas del lenguaje es que siempre las valida el otro: seguir las reglas del lenguaje no es creer que las sigues, ni saber enunciarlas, ni tampoco enumerar una serie de ejemplos en las que en el pasado las has seguido correctamente,  para así “demostrar” que sabes usarlas, como quien aprueba un examen; cada vez que se habla, siempre es el otro el único que puede confirmarnos: “sí, has hablado correctamente, he entendido lo que me has dicho”, y ese refrendo debe volver a renovarse en la siguiente frase.

Puedo admitir que una pandemia, una guerra u otro tipo de desastre haya acabado con todos los humanos (menos Kate, al parecer, por el momento). Pero, ¿por qué tuvieron que morir también los gatos?

Kate no nos explica en qué consistió ese desastre, pero, aunque lo hubiera hecho, no se podría confiar mucho en sus palabras. El motivo es que Kate constantemente escribe cosas falsas; por ejemplo, que Vermeer no vendió ningún cuadro en vida.

En realidad, Vermeer vendió varios cuadros. Eso sí que lo juro por mi vida. Estoy seguro de ello porque viví un par de años en Delft. O mejor no, no lo juro, no vayamos a liarla.

Lo que yo digo lo valida el otro. Al escribir o hablar, basta con imaginar que ese otro existe y creer en la posibilidad de que va a escuchar o leer mis palabras, para que sienta la necesidad de reflexionar sobre ellas, de mirarlas desde varios ángulos y probar si me convence lo que dicen.

Como Kate está absolutamente sola y no puede creer en esa posibilidad, tampoco tiene la menor motivación para preocuparse de sus palabras. A medida que esa motivación desaparece, las expulsa sin más, como se expulsan otros residuos del cuerpo.

Kate es una Robinson Crusoe, abandonada en completa soledad en el mundo; ejemplo literario que por cierto Wittgenstein menciona varias veces para desarrollar sus ideas. Pero Crusoe tenía al menos la esperanza de que algún día podría volver a la sociedad, y Kate no tiene ni siquiera eso.

Al decir “Vermeer vendió varios cuadros” estoy usando el lenguaje de forma asertiva; es decir, afirmo que existe una relación entre lo que digo y el mundo, y que esa relación es de veracidad.

En efecto, el mundo es todo lo que es el caso. Juro por mi vida que eso sí que lo dijo Wittgenstein. El primero, para ser exactos.

Si Kate pudiera hablarle a alguien, seguramente le podría corregir este error sobre Vermeer y algunos otros. Pero como está sola, no tiene a nadie para poner a prueba sus palabras; ni siquiera ella misma.

Algunas personas sostienen que Wittgenstein era homosexual, y si ese era el caso, probablemente Wittgenstein no tuvo ninguna amante.

Vermeer pintaba muy despacio y por eso hay muy pocos cuadros suyos. Además, la mayoría son muy pequeños; diminutas escenas perfectas, igual que las frases que Wittgenstein dispara una tras otra como si fuesen obuses. En la Haya, cerca de Delft, hay varios cuadros de Vermeer conservados en un pequeño museo.

He vuelto a hablar de Vermeer, aunque no venía mucho a cuento. Debe de ser porque a la gente le encanta corregir los errores de los demás; no hay más que meterse en una red social y leer los comentarios para comprobarlo. Pero también necesita que le corrijan los propios, aunque eso pueda ser menos agradable.

Me gusta nadar, pero no sé si nado muy bien. Voy solo a la piscina, así que nadie me puede dar su opinión, y en la piscina está prohibido usar dispositivos de grabación, de modo que ni siquiera yo mismo puedo ver a posteriori cómo lo hago. Así que cuando nado soy un poco como Kate. Podría remediarlo apuntándome a un curso de perfeccionamiento para que el monitor/a me corrigiera. Pero, en realidad, no me apetece que me digan que nado mal; prefiero seguir nadando tranquilamente, en la ignorancia, puede que cada vez peor, a medida que profundizo en mis vicios. Quizá, en el fondo, Kate también prefiere abandonarse a la soledad.

En realidad, según Wittgenstein, lo que Kate escribe ya no es propiamente lenguaje, porque no queda nadie que pueda leerlo y validarlo como tal; sólo la propia Kate, y quizá un lector imaginario que existe únicamente en su cabeza.

Según esto, lo que se escribe en la mayoría de las redes sociales tampoco es verdaderamente lenguaje. Más bien son largos monólogos, el soliloquio colectivo de un conjunto de individuos que lo van juntando igual que las avispas pegan con su saliva las hebras que forman su avispero. La culpa es de los algoritmos que meten a los que comparten un soliloquio en una misma cápsula/avispero y les impiden darse cuenta de que hay otros soliloquios encerrados en sus propios avisperos.

Según he oído, a las personas jóvenes cada vez les angustian más las conversaciones “en directo”. Están acostumbradas a comunicarse mediante servicios de mensajería y redes sociales, y hasta consideran una intromisión que alguien les haga una llamada telefónica clásica.

Yo mismo comparto esa aversión, aunque ya no sea lo que se dice joven. Habitualmente, sólo respondo las llamadas telefónicas de mi familia y las de mi jefa.

Quizá la culpa sea de los algoritmos de las redes sociales. O quizá del miedo a los haters: en una conversación “en directo”, no hay tiempo de revisar lo que se dice para parapetarse frente a posibles ataques de haters.

Puede que estas dos últimas explicaciones sean contradictorias entre sí. Si algún hater tiene a bien poner un comentario, tal vez pueda aclarármelo.

Leer libros es una forma de comunicarse con otros y, en ese aspecto, de conservar el sentido. Pero también es una comunicación unidireccional y diferida. Quizá por eso Kate quema las páginas de los libros, según las va leyendo; así puede crearse la ilusión de que el libro le está hablando, y que tras hablarle sus palabras se pierden en el viento, como las cenizas.

Como Kate ya no puede hablar con nadie, lo que escribe ya no tiene ningún sentido; sus palabras son solo ruido, “flatus vocis”. En realidad, toda ella perderá el sentido a medida que deje de creer que habla con alguien. Por eso, cada vez se siente más cansada.

La soledad acaba con la humanidad. Kate está sola, y por eso es, como Mary Shelley, “la última mujer”.

Una vez en ese punto, ambas escriben un diario. Pero mientras Mary Shelley tiene la necesidad de contar cómo llegó allí, Kate se aferra a lo que la hacía humana, y sólo puede hacerlo en pequeños recuerdos, cada vez más disgregados y más llenos de errores.

La soledad corrompe la humanidad del mismo modo que se corrompen los datos almacenados en un disco duro que se va deteriorando: el contenido del disco duro sigue ahí, en su mayor parte, pero ya no significa nada.

Creer que se habla, o pensar que se sabe hablar, o explicar lo que es hablar, o saber que alguna vez se habló, no es hablar; sólo se habla hablando.

De lo que no se puede hablar hay que callar.

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