Como profesional del mundo académico, yo creía que había sido inoculado con mi buena dosis de jugarretas y zancadillas malintencionadas, mezcladas con la inevitable ración de daños colaterales que los que se están adentrando en este oficio sufren cuando los investigadores/profesores senior chocan entre sí al modo de planetas o galaxias que colisionan durante su azaroso errar por el universo. Pero tras leer Akademeia casi me parece que tengo que dar las gracias por haber disfrutado una carrera tan plácida.
El autor nos presenta en este libro una historia que podría calificarse de policiaca, cuya ambientación se beneficia de la experiencia de primera mano del autor en el mundo académico. Lo cual no puede dejar de agradecerse, si se compara Akademeia con el cúmulo incontable de novelas que muestran una visión totalmente irreal de este mundo, probablemente como consecuencia de los clichés de las películas americanas. Cabe preguntarse qué porción de la historia es autobiográfica y qué porción es inventada; por el bien de mi menguante fe en esa curiosa subespecie del género humano que Bourdieu bautizó como Homo Academicus, espero que haya lo justo y necesario de lo primero y mucho de lo segundo.
Me defraudó un poco en un primer momento que el tramo de la historia que transcurre en España fuese tan breve, pero a medida que he ido avanzando en la lectura y he podido reflexionar sobre ella he llegado a la conclusión de que esto fue un acierto: personajes mediocres como Padilla, en la novela ficticio (?) nuevo catedrático de la Complutense, pero elemento característico del bioma del Homo Academicus en España, tanto que seguramente podría encontrarse un Padilla (o unos cuantos) en cualquiera de sus universidades, solo servirían para historias igualmente mediocres que no podrían dar más de sí que los dos o tres capítulos con los que se le despacha en esta novela. Resulta mucho más interesante centrar la historia en la etapa del postdoc, como hace la novela, y más aún si ese postdoc se hace en el extranjero; a fin de cuentas, y como una vez dijo una buena amiga que hice en uno de mis postdocs, esta es la etapa más feliz del investigador, la que aúna en su proporción más justa lo positivo de la autonomía y la capacidad de tomar la iniciativa, con la relativa ausencia de los elementos negativos que acarrea esta autonomía en forma de ataduras y compromisos burocrático-administrativos.
Resultará interesante para el lector profano (y le recomendaría que prestara especial atención a este aspecto) la descripción del elemento característico que rige muchas de las acciones del Homo Academicus: si diversos filósofos han cifrado en la búsqueda del placer, la felicidad o la redención el engranaje fundamental del comportamiento humano, al Homo Academicus lo que de verdad le mueve es la acumulación de prestigio. El prestigio es la moneda que rige los intercambios en el mundo académico, y disponer de él es la verdadera riqueza. Hay ciertamente un elemento idealista, de búsqueda del conocimiento y del progreso, qué duda cabe; sin él, sería difícil soportar una profesión en la que más del 80% de lo que se hace acaba no sirviendo para nada y que encima está relativamente mal pagada. Pero si uno persiste; sobre todo, si uno logra destacar por encima de la media, suele ser en buena medida porque le empuja la satisfacción personal que le proporciona el prestigio. No deja de ser lógico, pues el comportamiento de los demás con uno en el entorno académico dependerá en buena medida de su prestigio: lo que diferencia a un venerado “genio excéntrico” de un denostado “tipo maniático” es que el primero tiene prestigio y el segundo no. Y ahí entra, por otra parte, un elemento de localidad: el prestigio se puede medir en términos globales, pero también en términos locales, del entorno inmediato, que en definitiva es el medio en el que uno pasa casi todo su tiempo; vamos, lo que coloquialmente se conoce como “ser el rey de su montoncito de mierda”: en este aspecto, el mediocre Padilla de la Complutense y el genial Barron del MIT son y se comportan exactamente del mismo modo.
Cabe preguntarse si este sistema es bueno, y en efecto periódicamente surgen “salvadores” dispuestos a redimir el mundo académico mediante la oportuna reforma legislativa. La cuestión no es tan fácil, como por otra parte demuestra el sistemático fracaso con el que suelen saldarse estas iniciativas. Porque el “problema” que habitualmente intentar resolver estas reformas resulta coincidir con la principal característica que debería proporcionar el sistema: los investigadores necesitan, desde luego, dinero, infraestructuras y otras formas de apoyo social y gubernamental; pero lo que ante todo tienen que tener, con carácter previo a todas esas cosas, es independencia: la capacidad de hacer más o menos lo que quieran. La cuestión, tan difícil de resolver, es cómo mezclar esa imprescindible independencia con el también necesario control sobre lo que están haciendo (y, sobre todo, para qué). Pero sin independencia y libertad de ideas, es muy difícil que haya progreso en la ciencia: Bertrand Russell, sobre todo en sus escritos más tardíos, no se cansaba de repetir esta idea, que según él era la clave que proporcionaría la victoria sobre un bloque soviético en el que el férreo control de las ideas impuesto por el estalinismo eventualmente conduciría al estancamiento científico y tecnológico. Más recientemente, Fukuyama ha repetido esa idea como una de las ventajas del sistema democrático, aunque sin cargar tanto las tintas en ella como Russell: después de todo, Russell era científico, y Fukuyama político. Pero yo diría, desde mi experiencia personal, que ambos tienen bastante razón. Si esta independencia conlleva como lado oscuro las zancadillas, los oligarcas de su montoncito de mierda y (muy raramente, esperemos: si yo fuese colaborador del autor, no dejaría de inquietarme la seguridad con la que asevera la superior capacidad del científico para el crimen) hasta los asesinatos, hará falta, a partes iguales, procurar mitigarlo, pero también soportarlo: así somos los seres humanos, tan imperfectos, hasta las más grandes figuras de la ciencia.