El Blog de Alerce

Videojuegos, matemáticas, literatura, ciencias y filosofía en una mezcla (aparentemente) aleatoria

La otra revolución rusa, de María Cerón Árcija

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Todas las utopías tienen algo (o mucho) de distópico. Es una tradición del género ya desde la Utopía de Tomás Moro, casi un imperativo lógico. Pero eso no las hace menos necesarias.

La Utopía de Tomás Moro no anda corta de aspectos distópicos, al menos desde la perspectiva de un lector actual. Algunos no pasan de ser cuestiones pintorescas, como los curiosos rituales de apareamiento de los utopienses: celibato absoluto antes del matrimonio, desde luego, que ciertas cosas eran innegociables en el siglo XVI; pero como Moro era consciente de que el elemento físico es imprescindible para que una pareja funcione como es debido, lo solucionaba con un “encuentro” el día antes de la boda en la que los novios tenían la ocasión de inspeccionarse completamente desnudos, no fuera a ser que uno de ellos tuviese una verruga en algún lugar inconveniente o algún otro defecto inadmisible semejante. Eso sí, sin derecho a roce y bajo el estricto escrutinio de una de las respetables ancianas de la ciudad, que una cosa es una cosa y otra es otra.  Otros elementos distópicos no eran tan inocuos, como por ejemplo la costumbre de ir volviendo a los países limítrofes económica y tecnológicamente dependientes de la metrópolis (¿alguien ha dicho “colonialismo”?), para de paso poder contratar a uno u otro como mercenario en caso de guerra, que los dignos y moralmente elevados utopienses no tenían por qué mancharse las manos de sangre cuando se podía poner a otros a hacer el trabajo sucio. O el inmovilismo social, y hasta el geográfico: los utopienses raramente salían de su ciudad, y eran dedicados a una u otra tarea desde pequeños, supuestamente según sus aptitudes y sus motivaciones, pero ¿quién evalúa esos aspectos? ¿Qué pasa si se equivoca? ¿Y por qué uno no puede dedicarse a cualquier otra cosa, a algo que se le dé terriblemente mal, si es lo que le da la gana? Muchos grandes avances salen de ahí: gente que supuestamente hace algo fatal, pero que en realidad solo lo hace de forma diferente y, si se permite que esa forma se desarrolle y se pula, puede que hasta mejor que lo que nadie había imaginado.

La otra revolución rusa comparte algunos de esos elementos distópicos (aunque por suerte no se pone a regular las relaciones de pareja, que algo hemos avanzado desde tiempos de Tomás Moro). Uno de ellos es el inmovilismo. Este lo tienen casi todas las utopías, como se ha dicho casi por imperativo lógico: el género impone la pretensión desmesurada de arreglar las cosas de una vez y para siempre. Otro, y el que al menos a mí más me asustaría tener que padecer (aunque todo indica que vamos camino de ello) es el uso de las IA en aspectos como la sanidad. Vale que una IA estaría perfectamente capacitada para tratar muchos problemas de salud comunes: seguramente, las que tenemos hoy en día ya podrían hacerlo muy bien. Pero, incluso sin entrar en temas quizá intangibles como el “calor humano”, ¿qué pasa si la IA se equivoca? ¿A quién reclamas responsabilidades? Hace tiempo ya escribí un post sobre esto. Y lo mismo pasa con la gestión política. En nuestro sistema, tenemos políticos corruptos, enloquecidos o simplemente incompetentes: el sistema permite el reajuste, tiene la “válvula de alivio” de poder echar a ese político y poner a otro. Eso da un elemento de estabilidad a este tipo de sistemas que no tienen, por ejemplo, los regímenes autoritarios (para más detalles, léase a Fukuyama) Pero, ¿qué pasaría si el sistema de las IA falla? Si la olla no tiene válvula de alivio, solo puede liberar la presión reventando.

Los otros elementos interesantes de La otra revolución rusa son los que a día de hoy resultan irrealizables y, por lo tanto, los más puramente utópicos. El más importante, desde mi punto de vista, es la deslocalización de la manufactura, básicamente a través de impresoras 3D. Como los profesionales de la ingeniería sabemos, hay un hecho fundamental en la industria que tiene muy mala prensa y que la gente preferiría olvidar, pero que a día de hoy sigue siendo una verdad como un templo: se llama economía de escala. Este hecho indica que es mucho más económico tener una fábrica que fabrique mil millones de tornillos al día y los distribuya a todo el mundo, que tener un millón de fábricas en un millón de sitios distintos, cada una haciendo mil tornillos al día para los lugareños. Aquí, “económico” no debe interpretarse como un ricachón llenándose los bolsillos a costa de sus empleados explotados (aunque la receta a veces incluye este ingrediente, véase más abajo), sino como “más eficiente en el uso de recursos”: la fábrica grande consume menos materias primas y mucha menos energía (incluso contando con el transporte de los productos) que la suma de las pequeñas.

Esto hace que el sistema deslocalizado que propone el libro no pueda todavía implantarse, y desde luego no en los plazos de tiempo que propone el libro. En algunos sectores, como la agricultura ecológica, la cosa va avanzando, pero en muchos otros se está todavía muy, muy lejos. Así que la cuenta es clara: ese sistema consume, a día de hoy, muchos más recursos, de modo que, si se implantase, con los recursos que tenemos se produciría mucho menos. Menos alimentos, menos medicinas, menos artículos tecnológicos. Por lo tanto, para equilibrar el balance, haría falta un descenso igualmente súbito de la población; uno tal que dejaría a Thanos a la altura del betún.

Pero que no se pueda hacer (todavía) no significa que haya que dejar de intentarlo. En eso consisten las utopías: en aferrarse a ideales irrealizables. Y en mostrar los defectos de los sistemas tan no-ideales que tenemos. La economía de escala tiene tan mala prensa por un buen motivo: es la forma de industria más eficiente que conocemos, la más productiva, pero ha degenerado hasta convertirse en un sistema que funciona a base de préstamos, de extender cheque tras cheque, contra todos y contra todo: contra los habitantes de los países menos favorecidos, contra el medio ambiente, hasta contra las generaciones futuras. Es decir, contra todos, menos nosotros, los actuales beneficiarios de la industria. El verdadero problema no es la economía de escala, sino la deslocalización, que hace que seamos inconscientes de todo esto (o, mejor dicho, que nos permite actuar cómodamente como si lo fuéramos). Yo, a decir verdad, hasta me alegro cada vez que sale la noticia de la apertura de una nueva macrogranja de cerdos por mi zona. Que la abran al menos tiene el mérito de obligarnos a ver un problema que, a día de hoy, solo tiene tres soluciones: aguantarnos con la macrogranja y sus inconvenientes, mandarla a otro sitio, si podemos (pero, esperemos, siendo ya plenamente conscientes, cada vez que comamos un filete de cerdo, de que en ese otro sitio en el que ha sido producido, ha generado todos esos mismos problemas por los que hemos expulsado la macrogranja de nuestro vecindario), o comer mucho menos cerdo (como por otra parte se ha venido haciendo durante casi toda la historia de la humanidad).

Me alegro por lo tanto de que salgan libros tan alocados e irrealizables como La otra revolución rusa. Yo, al menos, he disfrutado mucho leyéndolo. Ojalá hubiera más así, libros que nos hagan pensar e imaginar, discrepar o estar de acuerdo. Y, sobre todo, que nos recuerden que el género no se reduce a historias de refinadas torturas infligidas a grupos de adolescentes o a premoniciones del fin del mundo.

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