El Blog de Alerce

Videojuegos, matemáticas, literatura, ciencias y filosofía en una mezcla (aparentemente) aleatoria

Criptonomicón, de Neal Stephenson

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En la larga y nunca plenamente resuelta controversia sobre qué es lo más importante en una obra literaria (la trama, el estilo, los personajes, la ambientación…) yo estoy en general de acuerdo con Aristóteles cuando pone por encima de todo “la fábula”. Cuando discutimos este asunto, mi esposa, en cambio, suele poner por delante “los personajes” (no nos juzguéis: a medida que se acumulan los años de matrimonio, los temas de discusión abstractos vienen cada vez mejor). Según ella, una buena trama siempre se construye a partir de unos personajes interesantes y bien desarrollados. Por mucho que me insista, yo estoy plenamente convencido de que mi opinión es la buena; faltaría menos, teniendo a Aristóteles en mi bando. Pero libros como Criptonomicón me hacen dudar.

La trama de Criptonomicón está bien, qué duda cabe. De la ambientación, queda todo dicho si se afirma que Neal Stephenson tiene la muy inusual capacidad de demostrar que sabe perfectamente de lo que está hablando cuando se mete en temas técnicos; cualidad esta tan rara entre los autores de ciencia ficción, que casi sin excepción no saben gran cosa de ciencia (esto no lo digo yo, lo dijo uno de los grandes popes de la Edad de Oro de la ciencia ficción, creo recordar que pudo ser Ray Bradbury). Pero, en este libro, todo eso palidece en interés frente a los personajes; Criptonomicón es uno de esos libros en los que al terminar de leerlos sientes que vas a echar de menos a los personajes. Sin pretender con esto dar una valoración peyorativa, casi se podría decir que más o menos de la mitad del libro hasta el final, este consiste esencialmente en un prolongado “fan service” a mayor gloria de sus protagonistas.

Siendo una obra coral en la que el peso se va desplazando de un personaje a otro según va progresando la historia, creo que puede decirse que el que el autor pretende que sea el verdadero protagonista, y también el personaje más elaborado, es Randy; es el más elaborado en el sentido de que es el único al que se le atribuye un considerable nivel de dudas y contradicciones internas. Los otros, y sobre todo los que viven en el periodo de la Segunda Guerra Mundial, son más diamantinos, verdaderos héroes andantes. Quizá esto solo sea un reflejo de cómo vemos a día de hoy a la gente de esa época (los héroes de la última y épica “guerra justa”; no hay más que ver uno cualquiera de la ingente cantidad de documentales, libros y películas que se siguen haciendo al respecto), o quizá es que la gente que vivió esa época verdaderamente era así, auténticos superhombres que nuestro Occidente postmoderno ya no es capaz de producir. Pues eso son tipos como Bobby Shaftoe y Lawrence Waterhouse, ni más, ni menos: sus debilidades, ya sea la adicción a las drogas de Bobby o la incapacidad social de Lawrence, más que ser tales debilidades parecen graciosas peculiaridades que dan colorido a los personajes para su mayor realce. Y verdaderamente, los personajes de esa época destilan gloria, sobre todo Bobby Shaftoe. Porque no nos engañemos: por mucho que el libro resalte la importancia de los “ratones de biblioteca” para ganar las guerras, idea con la que estoy totalmente de acuerdo (no influye en nada en esta opinión, desde luego, que yo mismo sea un ejemplo bastante extremo de “ratón”), por mucho que el desarrollo de la historia quiera convencernos de que el protagonista y héroe contemporáneo es Randy, todos queremos ser Bobby Shaftoe, que es tan inteligente como cualquiera de los otros personajes, a su manera (o, bueno, probablemente no lo sea), tiene tanta determinación como ellos (o quizá tampoco, es difícil ganarle al bueno de Lawrence en eso), o, en fin, para qué seguir intentando justificarnos, mola más y punto.

Aparte de eso, se agradece leer un libro optimista como este, que destila entusiasmo, entre tanta distopía postapocalíptica que últimamente está tan de moda. En esta ucronía, que en los grandes acontecimientos no se aleja casi nada de la realidad, alegra sobre todo leer los pequeños cambios; como, por ejemplo, el buen trato que recibe Lawrence Waterhouse, y especialmente Alan Turing, que en el libro hasta parece un tipo feliz. Luego uno termina de leer y recuerda que en la realidad las cosas no fueron para nada así. Pero para eso está la literatura, y sobre todo la de ciencia ficción: para imaginar que las cosas podrían ser diferentes y, a veces, hasta mejores.

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