El Blog de Alerce

Videojuegos, matemáticas, literatura, ciencias y filosofía en una mezcla (aparentemente) aleatoria

La Sanadora de Roma, de Eylo Márquez

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En el mundo nórdico, las volvas eran «las que llevan el volr», una larga vara; mujeres sabias en temas terrenales, pero también en los ocultos, con poderes no siempre bien conocidos y que quizá convenía no tener que llegar a conocer. Hay volvas en toda la mitología y en la literatura nórdica, con representantes tan ilustres como Heidi, la vidente y hechicera que en el Völuspá, el poema nórdico que narra la creación de la tierra, podría ser la encarnación de la mismísima diosa Freya. En La Sanadora de Roma, Irene, la protagonista, acaba convirtiéndose en una volva cuando escapa de la jaula de oro en la que poco a poco la ha ido encerrando su amante longobardo.

Irene, o Nelda en su personificación como volva, no lleva volr, pero sí un largo manto negro y un colgante de plumas que le dio un oficial longobardo después de que uno de sus hombres pretendiera forzarla y tuviera que padecer como consecuencia los efectos de los conocimientos de botánica de Irene/Nelda. Las plumas, llevadas bien a la vista, servían así de advertencia. Algo así como «aquí viene una volva; usted verá qué hace». Irene es la heroína de la historia por hazañas como esta, pero sobre todo porque es capaz de darse cuenta de a dónde conduce la vida en la que la está embarcando su amante bárbaro, Ényl; una vida con todas las necesidades resueltas y con todo lo que pudiera querer en su mano, pero que paulatinamente la está reduciendo al papel de una bonita alhaja, un artículo de lujo del que lo único que se espera es que endulce la vida de su pareja. Irene ve ante ella esta vida y decide que no es la que quiere. Y como no es la que quiere, huye, con un considerable costo personal. Ya no hay más Irene: sólo Nelda y sus plumas, el símbolo del respeto que merece. ¡Qué envidia, poder llevar así unas plumas, sin hacer el indio!

¡Y qué envidia poder deshacerse así de una vida que uno no quiere! En La Sanadora de Roma, el dilema de Irene se magnifica haciendo que la vida que le proporciona su amante sea, en lo material, excepcionalmente cómoda; tanto que, si se amolda a ella y juega bien sus cartas, podría tener la vida perfectamente resuelta. Pero lo cierto es que ni siquiera hace falta esto para que el dilema esté ahí: es tremendamente difícil romper con la vida que uno lleva, aunque sea de lo más miserable; darse cuenta de que el rumbo que uno está siguiendo no es el que quiere y dar un volantazo. Porque aunque sea un rumbo desastroso, nunca deja de ser uno en el que se han invertido meses/años y muchos esfuerzos que ya no se pueden recuperar.

Hay hoy en día muchos sucedáneos «enlatados» para un cambio como este. El último del que he oído hablar, contratar unas vacaciones en taxi en las que el taxista te hace desaparecer del mundo durante varios días y te lleva a donde a él le dé la gana. Experiencias de ruptura, hacer cosas o ir a lugares que uno probablemente nunca elegiría por iniciativa propia, y a ver qué pasa. Pero sucedáneos, al fin y al cabo. Hacerlo en el mundo real es muy difícil: una de las partes más interesantes del libro, para mi gusto, es la que representa el enorme coste que le supone a Irene romper de verdad con su vida a través del desdoblamiento de su personalidad entre la Irene original, la bruja Nelda y, aún más tarde, la posadera Vera. La difícil evolución del personaje de Irene a través del reensamblaje de las piezas de esas tres personas en las que se ha descompuesto hasta volver a formar una nueva Irene, es una buena ilustración de lo que de verdad cuesta cambiar el rumbo.

Irene es la heroína del libro porque decide cambiar. Pero, tengámoslo claro, los demás también decidimos y deciden. En La Sanadora de Roma, Ényl, el amante de Irene, ciertamente también decide. Lo hace en el que posiblemente es el momento central de la novela, cuando en su mente empieza a penetrar (muy lentamente) la idea de que Irene no está satisfecha y toma la determinación de hacer algo para mejorar su situación, pero, en vez de llevar a cabo tan buenos propósitos, desaparece de la ciudad durante varias semanas para atender sus asuntos como jefe militar, sin molestarse en dejar ningún aviso o explicación a su amada antes de marcharse.  Cuando vuelve, ella ya no está: se ha convertido en Nelda, y Nelda no tiene ninguna intención de volver a verse encerrada en ninguna jaula, aunque sea de oro. Las mujeres como Nelda no se dejan encerrar, ni tampoco lloran: Shakira lo deja muy claro en una canción reciente.

Ényl decide y escoge: lo que ocurre es que su decisión y su elección resultan no ser las que él pensaba que quería tomar e iba en efecto a escoger.  Se suele decir que todos somos unos desconocidos para nosotros mismos, y que sólo vamos conociéndonos observando nuestras propias decisiones. Creo que el primero en decirlo fue Schopenhauer, a raíz de una anécdota de su juventud: el joven Schopenhauer quería dedicarse a la filosofía, pero su padre, que probablemente no veía muy claras las salidas de esta carrera profesional, le ofreció una alternativa: o pagarle esos estudios que decía desear tanto, o emplear ese dinero en costearle un viaje de todo un año por Europa. Huelga decir que Schopenhauer eligió la segunda opción. Tuvo que descubrir hasta dónde llegaba la fortaleza de sus propósitos viéndose a sí mismo renunciando a ellos. Evidentemente, Schopenhauer acabó encontrando la forma de dedicarse a la filosofía igualmente, cuando su padre falleció y quedó así liberado de los compromisos que había adquirido con él; de otro modo, no conoceríamos esta y otras reflexiones suyas. La cuestión en La Sanadora de Roma es si Ényl también tendrá esta segunda oportunidad y si sabrá aprovecharla, si el maduro Ényl que vemos en el segundo de los tiempos en los que se narra la novela de verdad ha logrado dejar atrás al inmaduro Ényl de los primeros años. Así que observémoslo con atención, y consideremos que mucho de lo que hay en su situación seguramente se pueda aplicar a la nuestra.

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