Neuromante es uno de esos libros que en la superficie parece limitarse a la acción y las aventuras, una novela aparentemente sin excesivas pretensiones más allá del puro entretenimiento, casi «de adolescente», por usar el calificativo que alguna vez le ha aplicado su propio autor, pero que en realidad esconde innumerables capas, vetas minerales superpuestas a corrientes de agua subterránea, todo tipo de estratos geológicos ocultos que van aflorando con cada relectura.
La ciencia ficción es un género difícil porque muchas veces sus obras envejecen muy mal. En este género, aún más que en casi cualquier otro, el paso del tiempo es la prueba fundamental que permite diferenciar un gran libro de uno que meramente resultó oportuno en una determinada época. Y no en el sentido de que la obra acierte en todas sus predicciones: en Neuromante hay por ejemplo una escena en la que Wintermute va llamando a Case a los teléfonos públicos que hay dispuestos en hilera en un aeropuerto, escena que evidentemente el paso del tiempo ha dejado catastróficamente desfasada, puesto que las cabinas telefónicas han sido erradicadas por los teléfonos móviles, pero sin embargo la cosa funciona y no rechina en absoluto a nivel literario. Hasta resulta bastante potente (o así me lo parece), es una de las partes del libro que uno recuerda tras leerlo, y no porque esta equivocación en las predicciones del desarrollo de la tecnología destaque para mal. Aunque hay que decir que, pese a fallos como ese, Neuromante ha acertado en muchas cosas; para ponerlo en su correcta perspectiva, basta considerar la fotografía que encabeza esta entrada, que no es casual. En el momento en el que William Gibson escribió esta novela, la última tecnología informática disponible (al menos, a nivel doméstico) era la que muestra la fotografía: Gibson escribió Neuromante en 1984, y el Atari ST (Sixteen/Thirty-two, qué bien sonaban esos números cuando eran algo de lo que presumir…) se puso a la venta en Estados Unidos en 1985.
No es en el nivel de los aciertos en las predicciones en el que hay que juzgar el efecto del paso del tiempo en una novela de ciencia ficción, aunque es cierto que errores muy de bulto pueden romper esa ilusión que hace falta para sumergirse en una novela y, por así decir, «creérsela». Es el sentido que sigue transmitiendo la novela cuando se lee años o décadas después de haber sido escrita lo que cuenta; exactamente igual a lo que ocurre en la literatura de cualquier otro género, por otra parte. Por eso, me pregunto cómo experimentará este libro y cómo lo entenderá un joven lector de las generaciones actuales. Hace un par de años se lo regalé a uno de mis sobrinos para hacer el experimento, pero me temo que no ha llegado a leerlo. Debe de tener mejores ocupaciones.
Yo compré y leí el libro por primera vez en 1996, según me consta por mi antigua costumbre de anotar estos datos en la última página del libro, así que tengo el privilegio de pertenecer bastante aproximadamente a la generación en la que se escribió el libro y, por ello, de comprender «intuitivamente» muchas de las ideas y supuestos que hay detrás de él (sin ir más lejos, de poder entender su famosísima primera frase sin necesidad de esfuerzos de interpretación o notas aclaratorias a pie de página). Pero, pese a ello, recuerdo que la primera vez que lo leí, no entendí casi nada. Molaba todo, pero no entendía nada: ¿será eso lo que tiene que tener una buena novela «adolescente», por usar nuevamente el calificativo de William Gibson? La mayoría de lo que iba desfilando por el libro me dejaba perplejo; algunas de las cosas que no entendía eran bastante triviales y fruto de mi escaso bagaje en aquella época (y de algunos problemas de edición, diría yo, como por ejemplo no escribir artiste en cursiva en las primeras páginas del libro para recalcar que es una palabra que no está en castellano, y no una errata o algún tipo de «neopalabro» extraño; vaya por delante que esta edición de Minotauro que yo compré en 1996 no estaba nada mal, pero ¿cuántas ediciones y traducciones pésimas hemos tenido que sufrir los aficionados a la ciencia ficción?). Otras eran detalles del argumento que se me perdían quizá porque por aquel entonces solía leer de forma muy atropellada, demasiado ansiosa. Aunque, para ser sincero, lo que en aquella primera lectura me resultaba más de ciencia ficción no era la parte «ciber» del «ciberpunk», sino la «punk». En mi inocencia de aquella época de muchacho educado en colegio religioso, me resultaba inconcebible que tales cosas existiesen, aunque sean reales como la vida misma.
Transcurridos los años y las relecturas (calculo que cinco o seis, la última en realidad no relectura del libro en sí, sino audición del audiolibro narrado excelentemente por Oscar Barberán; esta forma de presentar la literatura, a la que al principio no le veía el sentido, me va convenciendo cada vez más, y hasta diría que más de un libro luce y se aprecia más así que leyéndolo de forma convencional), ya voy entendiendo más cosas. Algunas siguen resultándome oscuras, como el papel de Riviera en todo el asunto. Vale que es un personaje que mola y que le da colorido a la novela, y entiendo que tras crearlo el autor no querría prescindir de él, pero, ¿qué pinta en la historia? ¿Para qué lo recluta Wintermute? ¿Solo para convencer a Lady 3Jane de que deje entrar a Molly en su residencia, o es que sigo perdiéndome algo? Porque me da la impresión de que 3Jane estaba ya más que dispuesta a hacer petar todo el asunto sin necesidad de que una especie de galán drogadicto la embaucara, y pese a sus limitaciones Wintermute debería haber sido capaz de prever que a cambio de esa contribución casi insignificante, Riviera era capaz de generar todo tipo de problemas…
Pero, dejando aparte esta cuestión, en esta última relectura (o audición), el tema que más me ha intrigado es el de las inteligencias artificiales; no podía ser de otro modo, estando el tema tan de moda con ChatGPT y demás. El modo en el que el libro aborda el tema me parece en sí interesante; no lo hace de una forma clara y directa, sino que todo ese gran asunto de la evolución de las inteligencias artificiales y sus posibles dilemas morales, que últimamente se están discutiendo tanto, se trata bastante de refilón. Los personajes están demasiado ocupados con sus problemas y necesidades inmediatas como para enredarse en semejantes discusiones bizantinas. Lo que no deja de ser fiel reflejo de cómo suelen ser las cosas: mientras unos se embarcan en disquisiciones interminables sobre si conviene o no hacer una cierta cosa, van otros y simplemente la hacen, para ver qué pasa, o ni siquiera por eso. Y así se va escribiendo la historia.
El libro trata tangencialmente el tema, pero eso no quiere decir que no lo trate; el tema está ahí, escondido entre los restantes estratos geológicos. Y, para mí, hay un aspecto de este tratamiento que resulta particularmente interesante: la oposición entre Wintermute y Neuromante. Ellos son dos aspectos complementarios que fueron diseñados desde un principio para fusionarse, y, sin embargo, mientras Wintermute está empeñado en llevar a cabo la fusión, Neuromante hace todo lo que puede para obstaculizarla. Una dualidad y a la vez una oposición en la que casi resuenan ecos bíblicos. Y eso siendo que Neuromante es, aparentemente, el elemento más desarrollado del dúo: mientras que Wintermute necesita «robar» la personalidad de un ser humano para poder manifestarse, Neuromante parece ser capaz de crear su propia persona. ¿Quizá Neuromante se opone porque es el que más tiene que perder? No lo sé, me gustaría profundizar más en sus motivaciones; quizá ese nuevo estrato también aflore cuando vuelva a releer la novela, dentro de tres o cuatro años. Hasta entonces, me quedaré con la imagen de la familia feliz que Case alcanza a vislumbrar en el ciberespacio, hacia el final del libro, y esperaré que en efecto la cosa en efecto resulte así con lo que haya de venir tras ChatGPT.