La teoría de la Relatividad se construyó sobre los resultados experimentales de Michelson y Morley que demostraban la inexistencia de un “éter luminífero” que constituiría el medio material sobre el que se propagaría la luz, de modo que la velocidad de la luz sería constante únicamente respecto de este medio privilegiado y sería variable en cualquier otro sistema de referencia. Con esta transformación se suele decir que Einstein acabó con la vieja noción de “éter”, que con diversas transformaciones había protagonizado la filosofía y la ciencia durante al menos dos mil años.
Así, en “Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimiento” Einstein escribe:
Sabido es que al aplicar la electrodinámica de Maxwell –tal y como se suele entender normalmente hoy día- a cuerpos en movimiento, aquella conduce a ciertas asimetrías que no parecen ser inherentes a los fenómenos. Piénsese, por ejemplo, en la acción electrodinámica recíproca de un imán y un conductor. […] Ejemplos de esta especie, junto con los intentos infructuosos de descubrir algún movimiento de la Tierra con relación al “medio lumínico”, obligan a sospechar que ni los fenómenos de la electrodinámica ni los de la mecánica poseen propiedades que se correspondan con la idea de un reposo absoluto. Indican más bien, como ya ha sido demostrado para magnitudes de primer orden, que las mismas leyes de la electrodinámica y de la óptica son válidas en todos los sistemas de referencia para los que son ciertas las ecuaciones de la mecánica. Elevemos esta conjetura (cuyo contenido llamaremos de ahora en adelante “Principio de Relatividad”) a la categoría de postulado, e introduzcamos además otro, cuya incompatibilidad con el primero es solo aparente, a saber: que la luz se propaga siempre en el vacío con una velocidad c independiente del estado de movimiento del cuerpo emisor. Estos dos postulados bastan para obtener una teoría simple y coherente de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento basada en la teoría de Maxwell para los cuerpos estacionarios.
El éter en la teoría electromagnética
La naturaleza del éter era un tema candente en la física de finales del XIX y principios del XX, debido, entre otros motivos, al enorme éxito cosechado por la teoría del electromagnetismo de Maxwell [1]. Esta teoría había alcanzado el enorme logro de unificar electricidad y magnetismo, y proporcionaba además una descripción muy satisfactoria de la luz en la que esta era considerada como una onda [2]. Este carácter ondulatorio de la luz introducía una clara necesidad: la de un medio a través del cual pudiese propagarse, en analogía a la función que desempeña el aire en el caso del sonido. Aparecía así el encaje de esta teoría con la noción de éter, que por otra parte también venía encontrando otros usos en física, como el de explicar el concepto aparentemente incoherente de la mecánica de Newton de la “acción a distancia”: el éter, como medio material que ocupaba todo el espacio, sería el responsable de transmitir estas acciones a distancia, ofreciendo así una explicación plausible para su actuación.
Para ello, debía ser un material perfectamente continuo, no atómico, pues, de lo contrario, quedaría pendiente la forma de interacción entre los átomos. Además, en la propia formulación matemática de la teoría de Maxwell aparecían indicios de la existencia de este éter, por cuanto sus ecuaciones predecían la velocidad de transmisión de la luz como una constante que dependía únicamente de las características del medio, independientemente del sistema de referencia, siendo que aplicando los principios de la mecánica clásica la velocidad debería ser dependiente de la velocidad relativa entre el observador y del medio en el que se transmite la onda de la luz. Esta característica llevó a pensar que el éter podría ser ese sistema de referencia al que parecían hacer referencia las ecuaciones de Maxwell, un sistema de referencia privilegiado y absoluto.
Las inconsistencias en el concepto de éter. Los experimentos de Michelson y Morley.
De acuerdo con las funciones que desempeñaba, el éter se concebía como un tipo de sustrato material, heredero (con muchas puntualizaciones y precisiones) del concepto de éter presentado por Aristóteles más de dos mil años antes: tanto para su función como medio sobre el que se transmiten las ondas de luz, como para su papel en la transmisión de las fuerzas a distancia, como la gravedad, una naturaleza material (y perfectamente continua) resultaba indispensable.
Sin embargo, esta supuesta naturaleza producía no pocos quebraderos de cabeza. Por una parte, la enorme velocidad de transmisión de la luz predicha por la teoría de Maxwell exigiría que el éter fuese un material sólido sumamente rígido, pero por otra parte resultaba difícil imaginar cómo era posible que los planetas y los otros cuerpos físicos pudiesen desplazarse por este medio sin que se observasen fuerzas de rozamiento. Para sortear esta dificultad, algunos investigadores plantearon la posibilidad de que el éter tuviera la capacidad de penetrar y atravesar todos los restantes tipos de materia sin sufrir ningún impedimento.
Sin embargo, ningún material conocido tiene estas propiedades, de modo que parecía claro que las explicaciones que proporcionaba la teoría del éter para resolver dificultades como la de la “acción a distancia” de las fuerzas de Newton se estaban volviendo tan problemáticas como las propias dificultades que pretendían resolver, puesto que para ello el éter debía reunir una serie de propiedades muy inusuales y nunca observadas, y aparentemente incompatibles entre sí [3].
Enfrentados a estas dificultades, y en la búsqueda de alguna propiedad medible del éter que contribuyera de algún modo a aclarar su naturaleza, y que permitiera también especificar cuál era exactamente ese estado de referencia privilegiado que parecían invocar las ecuaciones de Maxwell, se planteó como una cuestión del máximo interés la determinación del “viento del éter”: el movimiento relativo entre la Tierra y el éter que constituía el medio de transmisión de la luz o “éter lumínico”. Para solucionar la cuestión, se pusieron en marcha diversos estudios, de los que los más destacados fueron los experimentos de Michelson y Morley [4].
Si existía tal “viento del éter”, este debía ser diferente en diferentes momentos del año: esos momentos, correspondientes a diferentes puntos en la órbita de la Tierra, deberían dar lugar a velocidades levemente diferentes como resultado de la composición de la velocidad del éter (considerada constante) y la de la Tierra, variable en magnitud y dirección como consecuencia de su movimiento orbital. Basándose en esta idea, Michelson y Morley idearon un experimento en el que un haz monocromático de luz era dividido mediante una lente en dos haces que se transmitían en direcciones perpendiculares (una coincidente con la dirección de movimiento de la Tierra y la otra en su perpendicular), para, tras hacerlos recorrer distancias iguales, reunirlos en un punto común. Con esto, los haces debían desplazarse en direcciones diferentes respecto de la dirección de movimiento del éter, común a ambos. Si el éter en efecto se desplazaba respecto de la Tierra, esto debería originar diferentes velocidades relativas, y diferentes medidas de la velocidad de la luz, y por lo tanto ambos haces necesitarían distintos tiempos para recorrer una misma distancia, lo que se manifestarían en la generación de un determinado patrón de interferencia al volver a reunir ambos haces.
Sin embargo, los resultados experimentales no mostraron ningún indicio de la existencia de ese “viento del éter”: por lo que indicaban esos resultados, no existía ninguna velocidad relativa entre la Tierra y el medio en el que se suponía que se transmitían las ondas de luz. Se idearon algunas hipótesis para explicar el resultado del experimento, como la que sugería un éter de naturaleza fluida que fuese arrastrado por la Tierra y por los restantes cuerpos en movimiento, pero con una viscosidad sumamente baja que produjese unos gradientes de velocidad correspondientemente suaves y unas fuerzas de fricción tan minúsculas que resultasen indetectables. En todo caso, este experimento contribuyó a proyectar aún más dudas sobre la teoría ya problemática del éter lumínico, y motivó la formulación de nuevas teorías, como la teoría de la inercia de Mach o la teoría de la contracción de Lorentz [5], y, finalmente, la Teoría de la Relatividad Especial de Newton.
La Teoría de la Relatividad Especial y el fin del éter
La Teoría de la Relatividad Especial de Einstein aparece como culminación y cristalización de todas estas dificultades encontradas a la hora de intentar caracterizar ese éter que se estaba mostrando tan esquivo. Einstein, que sin duda estaba al tanto de los resultados de Michelson-Morley Lorentz (serían los “intentos infructuosos de descubrir algún movimiento de la Tierra con relación al medio lumínico”, mencionados en el texto citado de “Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimientos”), propuso la solución radical de admitir la validez de los resultados de estos investigadores de forma directa; como indica el texto : “Elevemos esta conjetura [la de que todas las leyes de la mecánica y electrodinámica son válidas en todos los sistemas de referencia, y no sólo en uno “especial” como sería el éter] a la categoría de postulado, e introduzcamos además otro (..): que la luz se propaga siempre en el vacío con una velocidad c independiente del estado de movimiento del cuerpo emisor”, según parecían indicar los resultados experimentales, aunque tal observación estuviese en contradicción con los principios de composición de velocidades vigentes desde Galileo.
A partir de estos postulados se obtiene, como es conocido, la Teoría de la Relatividad Especial, en la que el éter ya no juega ningún papel, tanto que a juicio de Einstein se lo puede descartar como una entidad innecesaria; como expone Einstein en otra parte de “Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimiento “: “La introducción de un ‘éter luminífero’ se mostrará superflua, en tanto que, de acuerdo con el concepto que se desarrollará aquí, no se introducirá ningún ‘espacio en reposo absoluto’ dotado de propiedades especiales, ni se asignará un vector velocidad a un punto del espacio vacío en el cual ocurren los procesos electromagnéticos”. Además, este planteamiento llevaría, según indica Einstein en el fragmento comentado, a “una teoría simple y coherente de la electrodinámica de los cuerpos en movimiento basada en la teoría de Maxwell para los cuerpos estacionarios”; si bien, como es notorio, la unificación entre esta teoría electrodinámica y la teoría de la gravitación no ha llegado a producirse, o, al menos, no en los términos que posiblemente esperaba Einstein [6].
El Campo, ¿nuevo éter?
Sin embargo, sus trabajos posteriores llevaron a Einstein a reconsiderar esta opinión tan tajante. Con ocasión de la publicación de sus resultados finales sobre la Relatividad General, que ampliaban los de la Relatividad Especial incluyendo los efectos de la gravedad, Einstein revisó sus opiniones sobre el éter y llegó a reivindicar la necesidad de reintroducir un determinado tipo de éter [3].
Ciertamente, era un éter muy diferente del que se consideraba antes de su “Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimiento” de 1905, pues, en primer lugar, carecía completamente del carácter material que se le suponía a esa sustancia para hacer posible que actuase como medio de transmisión de las ondas de la luz. En cambio, el “nuevo éter” aparecía en relación con los conceptos de campo (y, concretamente en la teoría de la Relatividad, del campo gravitatorio), que atribuían a cada uno de los puntos del espacio unas propiedades determinadas, como los potenciales gravitatorios, con independencia de que en eso puntos hubiera o no materia.
Este nuevo éter sería el sustrato que permitiría contener estas propiedades de campo, no una sustancia material, y también el medio que posibilitaría algunos de los fenómenos predichos por la teoría, como las ondas gravitatorias. Como sugirieron algunos autores como Max Born, rescatar el término de “éter” para este sustrato posiblemente era una idea no tan desencaminada [3], pero para aquel entonces el término estaba ya completamente desprestigiado y la sugerencia de Einstein no cuajó, utilizándose en cambio desde entonces los términos “espacio-tiempo” (según la estructura matemática desarrollada por Minkowski para tal propósito), y, fundamentalmente, de “campo”: para Einstein, el espacio-tiempo no tendría existencia en sí mismo, sino que tan sólo “existe como una cualidad estructural del campo” [3].
En todo caso, estas entidades no están ya dotadas para Einstein de un sentido únicamente matemático, como había tenido el concepto de “campo” desde la teoría de Maxwell, sino también de un carácter ontológico, aunque no fuese uno material.
Una nueva concepción del espacio y del tiempo
Este nuevo espacio-tiempo cuatridimensional viene a sustituir al espacio y el tiempo concebidos por Newton como entidades separadas una de la otra; y aún más, separadas de todo lo demás, por ser independientes e inalterables por cualquier suceso, y en este sentido más unas entidades matemáticas que unas reales.
Desde nuestra experiencia cotidiana, esta sustitución produce resultados paradójicos, como la imposibilidad de llegar a acuerdos sobre la simultaneidad de eventos o sobre las distancias, pero, como explica Bertrand Russell [7], también arroja algo de luz sobre estos conceptos al unificarlos. Así, esa entidad dual de “espacio” y “tiempo” queda reducida a una sola, existiendo una única condición de simultaneidad que se expresa en el concepto de “intervalo” en ese espacio cuatridimensional; las paradojas sobre la no simultaneidad temporal o espacial resultan de tratar de restringir la condición de simultaneidad a solo uno de estos aspectos en condiciones en las que tal restricción no es posible. Así, en palabras de Russell, “la materia y el movimiento dejan de formar parte del aparato fundamental de la física. Lo fundamental es la multiplicidad cuatridimensional de sucesos, con diversas especies de relaciones causales”.
En efecto, esta redefinición del tiempo y su integración con el espacio también modifica la noción clásica de “relación causal”, hasta tal punto que algunos autores como Julian Barbour [8] sostienen que en una física futura que resultase de la resolución de las incompatibilidades de las actuales teorías de la Relatividad y de la Mecánica Cuántica, tanto lso conceptos de espacio-tempo como de causalidad podrían resultar superfluos. Así, en lugar del continuo de espacio y tiempo, y en lo que podría verse como un último paso en la progresiva eliminación de las cualidades que tenía el éter perfectamente continuo del siglo XIX, Barbour plantea un sistema “granular”, una red inmensa de posibles estados del universo, interconectados por las leyes físicas que permiten algunas transiciones entre estos estados e impiden otras. Como también dijo Russell [7], “La continuidad del espacio-tiempo que se presupone técnicamente en la física no tiene a su favor más que la conveniencia técnica”.
Referencias
[1] C. Solís, M. Selles. “Historia de la Ciencia”. Espasa, 2005.
[2] S. Weinberg. “Explicar el Mundo”. Taurus, 2015.
[3] A. Cassini, M. L. Levinas. “El éter relativista: un cambio conceptual inconcluso”. Crítica, vol 31, no. 123 (2009).
[4] A. González Ureña. “El viento del éter lumífero y el experimento de Michelson-Morley”. Blogs de Investigación y Ciencia, https://www.investigacionyciencia.es/blogs/fisica-y-quimica/10/posts/el-viento-del-ter-lumifero-y-el-experimento-de-michelson-morley-10195
[5] P. A. Tipler, G. Mosca. “Física para la ciencia y la tecnología. Física moderna: mecánica cuántica, relatividad y estructura de la materia”. Ed. Rerverté, 2015.
[6] S. Hawking. “La teoría del todo: el origen y el destino del universo”. Ed. Debolsillo, 2010.
[7] B. Russell. “El conocimiento humano”. Ed. Orbis, 1983.
[8] J. Barbour. “The end of time”. Oxford University Press, 1999.