Aunque en cierto modo el cero ya era utilizado en civilizaciones antiguas como la sumeria, era prácticamente desconocido para las matemáticas de la Grecia clásica, y no llegó a las matemáticas occidentales hasta la Edad Media, cuando es introducido de mano de los árabes en la versión desarrollada por los matemáticos indios. Esta llegada está protagonizada por alguno de los matemáticos y científicos más destacados de la Edad Media como Fibonacci, y también conllevó una importante evolución en la que el cero pasa de ser un marcador que indica la ausencia de un número, a un signo que en cierta forma representa algo (una “nada”) con la que se puede operar, proceso que tuvo gran importancia en el desarrollo de la lógica y del cálculo infinitesimal. Este ensayo se centra en el proceso de introducción del cero en Occidente y en su desarrollo durante la Edad Media y el Renacimiento.
Antecedentes históricos: el cero en Oriente Próximo y en Grecia
El uso más antiguo del cero del que existe registro se debe a la civilización sumeria. Se han encontrado tablillas de arcilla en escritura cuneiforme con registros numéricos de diferentes datos (producciones de cosechas, recogida de impuestos, donaciones a templos…) datadas en fechas tan tempranas como el 1800 – 1900 a. C. El estudio de estas tablillas ha mostrado que originalmente los sumerios empleaban un sistema numérico mixto en bases 10 y 60. Se empleaban muescas de diferentes formas para denotar la unidad y la decena, que se agrupaban para producir los números del 1 al 60 (por ejemplo, 3 símbolos de unidad y 4 de decena para denotar el 43)
Números sumerios
Originalmente, cuando se necesitaba expresar un número mayor de 60, se pasaba de este sistema decimal a uno sexagesimal en el que se empleaba un símbolo de menor tamaño para escribir la base en sistema decimal y un símbolo de mayor tamaño para denotar un múltiplo de 60. Así, por ejemplo, un símbolo de 3 unidades en tamaño grande, junto con los 3 símbolos de unidad y 4 de decena del ejemplo anterior escritos en tamaño pequeño, denotaban el número 3·60 + 4·10 + 3 = 223. Lógicamente, este sistema se prestaba fácilmente a confusiones, pues en la escritura a mano puede ser difícil determinar si un símbolo pretende ser grande o pequeño, por lo que paulatinamente se adoptó un sistema en columnas, con la primera columna para las unidades, la segunda para los factores de 60, la tercera para los factores de 60·60 = 3600, etc. Con ello, los sumerios contribuyeron también el primer uso de un sistema numérico posicional equivalente al que usamos actualmente. Además, en su sistema las columnas de las diferentes posiciones se ordenaban de derecha a izquierda, como hacemos con nuestros números actuales pese a que habitualmente escribimos de izquierda a derecha, lo que probablemente muestra su lejana herencia sumeria.
Junto con este sistema posicional se derivó de forma natural el primer uso del cero como simple marcador posicional. Para ilustralo, imagínese que se desea escribir el número 3643. Este número se escribe anotando 43 unidades en la primera columna, nada en la segunda columna y 1 en la tercera columna. Este número se podría escribir simplemente dejando un espacio vacío en la segunda columna, pero este sistema también se presta fácilmente a confusiones, pues este espacio vacío podría pasar desapercibido, interpretando así que el número escrito es 103 en lugar de 3643. Por ello, ya desde el siglo III a.C. existen registros en los que se empleaban diferentes símbolos (ceros) para marcar la ausencia de número en alguna de las columnas. Curiosamente, estos símbolos sólo se empleaban en las posiciones intermedias, y no en las finales, con lo que por ejemplo el mismo símbolo unidad podía denotar el número 1, el 60, el 3600… dejándose al contexto y al sentido común del lector la tarea de determinar cuál de estos números se pretendía escribir, lo que sin duda provocó no pocos malentendidos, accidentales o intencionados.
En comparación con este notable desarrollo en las ciencias sumerias, el sistema griego para denotar los números era considerablemente más rudimentario. Los griegos carecían de un sistema numérico posicional, y en cambio empleaban un sistema de letras similar al más conocido sistema romano, aunque aún más complejo: las primeras 9 letras de su alfabeto representaban los números del 1 al 9, las siguientes las decenas (10-90) y las siguientes (junto con tres símbolos adicionales) las centenas (100 – 900). No se empleaba ningún tipo de sistema posicional puesto que cada letra tenía un valor fijo, y frecuentemente las letras se colocaban en un orden cualquiera, quizá con una intención estética o eufónica, limitándose a agregar algún símbolo como una barra sobre las letras para indicar que lo que se estaba anotando era un número, y no una palabra que se escribiese con las mismas letras. Obviamente, este sistema resulta notablemente confuso y sumamente impráctico para realizar cualquier operación aritmética, como puede testificar cualquiera que haya intentado hacer una operación con un sistema equivalente como el romano, lo que de por sí es muestra evidente de que los griegos no usaban este sistema de notación para realizar operaciones. En lugar de emplear estos números tan engorrosos, las operaciones aritméticas se realizaban con medios mecánicos utilizando ábacos, y eran una tarea manual propia de artesanos o mercaderes, actividades por las que como es conocido los intelectuales griegos no sentían gran consideración.
En general, el escaso desarrollo del sistema de notación numérica de los griegos puede enmarcarse en la poca confianza que tenían los griegos en los números y la aritmética, quizá derivada del descubrimiento de los números irracionales por los pitagóricos, y en su marcada preferencia por los métodos geométricos. Para entender la noción de número que tenían los griegos, resulta instructivo analizar una de sus principales aportaciones en este campo: el “Arenario” de Arquímedes. En esta obra, Arquímedes se propone desarrollar una forma de nombrar números que permita nombrar al número de granos de arena que harían falta para llenar el universo. La forma de estimar este número en la obra es una cuestión relativamente secundaria (pese a que conlleva un uso ingenioso del modelo cósmico vigente en aquel momento y de datos astronómicos conocidos como los ratios entre los tamaños de la Tierra, el Sol y su órbita), pues para realizarlo Arquímedes realiza una serie de aproximaciones bastante arbitrarias, más con una intención efectista de alcanzar un gran número que con un propósito de exactitud. En efecto, el verdadero objetivo de la obra es presentar una forma sistemática de nombrar números, que se basa en un método recursivo para denotar potencias crecientes (los “períodos”), hasta llegar a nombrar el número que en nuestra notación actual se escribe (10^8 )^(10^8 ). Para poner este número en perspectiva, considérese que la ciencia actual estima que el número total de átomos que hay en el universo es del orden de 10^80. En todo caso, el propósito de la obra es nombrar los números, no producir un sistema abstracto que fuese útil para operar con ellos, y no hay rastro del cero. Además, cada número se identifica con algo con existencia real (uno de los granos de arena que llenan el universo). No se puede nombrar o numerar algo que no exista.
El único uso relevante del cero en la matemática griega se encuentra en la astronomía: en el “Almagesto” de Ptolomeo se emplea el cero como marcador posicional para denotar las coordenadas de los astros, sin duda como préstamo sumerio/babilónico, como los propios datos astronómicos registrados en la obra, o el sistema sexagesimal de grados/minutos/segundos empleado para expresar las coordenadas angulares, que de hecho aún empleamos. Respecto de este uso del cero en la astronomía del mundo clásico, resulta significativo que en su enciclopedia “Naturalis historia”, Plinio asignase al punto de Aries, que es el origen de coordenadas para expresar la ascensión recta de los astros en el sistema de coordenadas ecuatoriales absolutas empleado en esta obra, un valor de 1° en lugar de 0°. Posiblemente, más que una limitación lingüística o de denotación, esto indica un error de concepto que asigna al 1 el origen de una magnitud numérica en lugar de al 0, similar a la que ocurre en la cuenta de los años, en la que se pasa directamente del año 1 a.C. al 1 d.C., lo que provoca no pocas confusiones en el cálculo del número de años transcurridos entre dos sucesos, o en la identificación de eventos como el cambio de milenio. En todo caso, este error tiene la desafortunada consecuencia de que un error de magnitud equivalente se propaga a todos los datos y cálculos presentados en el resto de la obra.
Como último comentario en esta breve revisión de los antecedentes históricos, es importante recalcar que el cero no es una invención exclusiva de las civilizaciones clásicas. En efecto, al otro lado del Atlántico, los mayas desarrollaron un sistema de notación posicional similar al sumerio, en este caso en base 20, en el que se empleaban diversos símbolos para denotar ceros posicionales, es decir, la ausencia de número en alguna de las posiciones.
El cero tal y como lo conocemos: desarrollo en la India y llegada a Europa
Mientras que en Europa el cero se había desvanecido, suplantado por el sistema romano para denotar números y por el ábaco para realizar cálculos, su evolución continuó en la India. Los matemáticos indios sin duda conocían los desarrollos sumerios y griegos, y se basaron en ellos para su desarrollo de un sistema numérico decimal posicional. Como ejemplo curioso de esta influencia, puede citarse el “Lalilavistara”. Esta obra de la tradición budista Mahayana relata la vida de Buda. Uno de los eventos que se narra es que al pedir Gautama la mano de Gopa en matrimonio, su padre le impuso una serie de pruebas, entre las que se encontraba una prueba de matemáticas: nombrar números grandes. Gautama respondió con un sistema recursivo, equivalente al propuesto por Arquímedes, llevándolo hasta el asombroso número de 10^421. Revele o no este pasaje la probable influencia del conocimiento griego y del “Arenario” en la ciencia india, en todo caso pone de manifiesto que la pasión por nombrar números absurdamente grandes es universal y abarca todos los ámbitos geográficos y todos los estratos sociales, desde los mayores sabios hasta los niños que discuten en el parque por determinar quién tiene más juguetes o ha metido más goles.
Volviendo al tema del cero, uno de los primeros registros de un sistema decimal posicional en las matemáticas indias se debe a Aryabhata, un astrónomo que en torno al año 500 utilizaba un sistema con consonantes para representar números del 1 al 10 y vocales para representar potencias de 10; por ejemplo, en nuestro alfabeto, “cadegi” representaría el número 2 (c es la segunda consonante del alfabeto) · 1 (a es la primera vocal) + 3·10 +5·100 = 531. En este sistema no se empleaba el cero como indicador posicional por ser innecesario (bastaba omitir la vocal correspondiente a la potencia de 10 no utilizada), pero en cambio Aryabhata tenía una palabra específica para el cero (“kha”), que empleaba para expresar correctamente las coordenadas angulares de los astros. Este sistema posicional fue evolucionando junto con el desarrollo de símbolos específicos para los dígitos, y por ejemplo en las obras del matemático Bhaskhara sobre aritmética, de en torno al año 1100, ya se empleaba un sistema decimal completamente desarrollado y se abordaban cuestiones como el resultado de las divisiones por cero, tema que en este ensayo se tratará más adelante.
Los árabes tomaron este conocimiento de los indios, reconociendo la superioridad del sistema decimal posicional sobre los sistemas anteriores, y ya en torno al año 800 en Al-Andalus se empleaba un sistema decimal con puntos sobre los dígitos para expresar su posición, por ejemplo 8 ⃛ 3 ̇ = 8030, pero aún sin el uso de un cero posicional. En torno a la misma fecha, en Bagdad ya se empleaba una notación decimal con cero posicional equivalente a la actual, llevando este progreso a uno de los grandes hitos en la historia del cero: las obras del matemático Al-Khwarizmi, y en particular su “Libro de la suma y de la resta, según el cálculo indio” y su “Compendio de cálculo por compleción y comparación”, datados en torno al 825, que son las primeras obras en las que se abordan y resuelven problemas matemáticos mediante métodos exclusivamente aritméticos expresados con los dígitos indios. En estas obras se introdujeron técnicas absolutamente básicas y elementales para cualquier estudiante de primaria de la actualidad, como la “compleción” (“pasar” términos negativos al otro lado de una ecuación como positivos) y el “balanceo” (eliminar términos positivos iguales en los dos lados de una ecuación). Con estas técnicas, Al-Khwarizmi presentó el primer tratado exhaustivo de resolución de ecuaciones lineales y cuadráticas. Al tiempo que este conocimiento indio se expandía hacia Occidente por mediación de los árabes, también llegaba a Oriente, difundido en China por misioneros budistas.
Con estos precedentes, el cero entró en Europa a lo largo del siglo siguiente. Por ejemplo, llegó a Rusia en torno al 990 de la mano de misioneros ismaelitas procedentes de Egipto, según relata Avicena. En este proceso de entrada, el contacto entre el mundo árabe y el europeo que se producía en Hispania fue determinante, y se concretó en un nombre propio fundamental: el monje Gerberto de Aurillac, más conocido en la Historia por el nombre que adoptó como Papa en el 999, Silvestre II, y por haber sido el primer papa francés de la historia, así como por haber padecido diversos levantamientos populares que le hicieron huir de Roma. Según relata la leyenda, Gerberto aprendió las nuevas técnicas matemáticas árabes en sus viajes por Córdoba, y en este campo de las matemáticas Gerberto fue el creador de un nuevo modelo de ábaco, que empleaba símbolos móviles con los dígitos árabes, incluyendo el cero, y que facilitaba realizar algunas operaciones complejas como la división. Aún es más importante la promoción que realizó de la formación del clero en el nuevo sistema de numeración. Pese a estas iniciativas del papado, la penetración del cero fue lenta, y de hecho sus rivales, que lamentaban su asociación con el emperador Otón, utilizaron sus esfuerzos en este campo para contribuir a forjar la notable mala fama de Silvestre II, que entre otras cosas le acusaba de tener un pacto con el diablo y de inspirarse en obras de herejes e infieles.
Así, la entrada realmente exitosa del cero y del sistema decimal en Europa debe datarse bastante más tarde, en torno al siglo XIII, fruto de las obras de intelectuales como el francés Alexander De Villa Dei (“Carmen de Algorismo”, 1240), el irlandés Juan Sacrobosco (“Algorismus vulgaris”, 1250), y, sobre todo, el italiano Leonardo de Pisa, más conocido en el mundo de las matemáticas como Fibonacci.
Fibonacci era un mercader, al que su ocupación le dio la ocasión de recorrer todo el Mediterráneo Oriental: Egipto, Siria, Grecia o Sicilia, viajes en los que pudo aprender el sistema decimal indio a través de los intermediarios árabes. Con los conocimientos así adquiridos compuso en el 1202 su obra “Liber Abaci”. En esta obra se exponen algunas aportaciones originales suyas, como la famosa serie de Fibonacci (la cual conecta con otro notable elemento de las matemáticas clásicas, la razón áurea, pues el cociente entre términos sucesivos de la sucesión tiende a esta razón). Sin embargo, el propósito principal del libro es exponer los numerales arábigos, y la forma de realizar cálculos con ellos sin necesidad de emplear ábacos. Sin duda, una de las razones que explica el mayor éxito de esta obra frente a tratados anteriores fue su aplicación a casos prácticos como los usos comerciales, pues en diversos ejemplos explicaba cuestiones como el cálculo de conversiones de moneda o de tasas de interés. En lo que respecta al cero, su propio nombre se puede rastrear hasta la obra de Fibonacci, que toma el sifr árabe, derivado del indio sunya, para formar el término zefirum, que con el tiempo originó tanto el término “cero” como el término “cifra”. Sin embargo, se sigue concibiendo al cero como un mero marcador posicional y no como un número equivalente a los restantes, y de hecho Fibonacci habla en su obra de los nueve números indios, pero del “signo” 0.
En todo caso, la orientación práctica y comercial propuesta por Fibonacci fue decisiva para la expansión de la nueva notación numérica y del cero. Un elemento sinérgico para esta expansión fue la introducción de los nuevos libros de contabilidad de “doble columna”: en una columna se expresaban entradas de dinero y en una segunda salidas, de modo que por comparación se podía determinar fácilmente si las cuentas estaban balanceadas, en cuyo caso la suma de las columnas debía ser cero. Además, este registro en columnas combinaba muy bien con la notación decimal posicional arábiga, que facilitaba la comparación de números y la realización de operaciones con ellos. Sin embargo, esta expansión fue aún difícil, pues sobre la nueva notación pesaban prejuicios religiosos, derivados del uso de un conocimiento “arcano” o “infiel” que como ya se ha relatado le costaron al Papa Silvestre II las sospechas de brujería, así como nuevos recelos derivados de que pronto se constató que el nuevo sistema era notablemente fácil de manipular en documentos bancarios o contables (bastaba añadir algunos números a derecha o izquierda), razón por la que ya en 1299 la legislación de Florencia prohibía su uso en documentos bancarios, obligando en cambio a emplear numerales romanos o palabras (legislación que de hecho sigue vigente a día de hoy). Además, el nuevo sistema no era sustancialmente más eficaz que el ábaco a la hora de realizar cálculos aritméticos. De hecho, el ábaco es mucho más rápido en lo que se refiere a operaciones aritméticas simples (sumas, restas, multiplicaciones) y resulta aproximadamente equivalente con operaciones más complejas como divisiones o raíces. Con esta combinación de ventajas y desventajas, con la introducción del sistema decimal y del cero se originó una lucha entre “abacistas” y “algoristas”, que puede encontrarse registrada en diversas obras de la época. El grabado que se muestra en la figura a continuación, tomado de la “Margarita Philosophica” de Reisch (1508), es un ejemplo paradigmático: Boecio (en la época, considerado incorrectamente como inventor de los numerales indios), trabaja con ellos a la izquierda realizando complicados cálculos, mientras Pitágoras trabaja con un ábaco a la derecha, ocupado con una simple multiplicación. Parece que la comparación favorece a Boecio; sin duda, su semblante indica que está de mucho mejor humor que Pitágoras.
Boecio y Pitágoras en la “Margarita Philosophica” de Reisch
Como ilustra este grabado, hizo falta tiempo para constatar que las ventajas del nuevo sistema se alcanzaban no con cálculos aritméticos simples, sino en problemas de un mayor grado de abstracción, como los cálculos planteados en forma de sistemas de ecuaciones por Al-Khwarizmi, que difícilmente pueden resolverse con un ábaco. Además, faltaba un paso más en la implantación del cero: el paso de considerarlo un mero signo, tan lejos de ser un número como la coma lo está de ser una letra, a tratarlo como un número como cualquier otro; evolución para la que el primer paso esencial fue aprender a operar con el cero.
El cero como número. Operaciones aritméticas con el cero
La cuestión de las operaciones con el cero ya se venía tratando desde siglos atrás por los matemáticos indios. Así, Brahmagupta, un matemático indo que trabajó en el siglo VII, ya resolvió las operaciones básicas: el cero es por definición el número tal que al sumarlo o restarlo a otro número, no lo altera. La multiplicación también es fácil de resolver, ya que se define a través de la suma: así, 3·0 es igual a sumar 0 a sí mismo tres veces 0+0+0, y como la suma de 0 no altera al número, se tiene que el resultado es 0. Sin embargo, la división es ya una cuestión más espinosa.
Brahmagupta no tuvo problemas en resolver el cociente de 0 por un número, 0/a. Como el cociente es el número que multiplicado por a da 0, dicho cociente ha de ser 0. Más problemático es el cociente inverso, a/0, pues si en la ecuación a/0 = c “despejamos” el 0, tenemos a = 0·c, con lo que el cociente debe ser un número que multiplicado por 0 proporcione a; pero como se ha constatado al tratar la multiplicación, no existe ningún número que cumpla esta condición, razón por la cual Brahmagupta se ve obligado a concluir que esta operación no tiene sentido. Sin embargo, Brahmagupta declara 0/0 = 0 (!), probablemente extrapolando el resultado de 0/a e impulsado por el deseo de resolver al menos algún cociente.
Tras estos éxitos indios iniciales, algunas operaciones más complejas fueron más difíciles de resolver, y de hecho no fueron solucionadas hasta mucho después, ya por matemáticos europeos. Es el caso de a^0, resuelto por Chuqet en el 1460. Para ello, Chuqet planteó el siguiente razonamiento: considérese el número 3^5. Como es sabido por la definición de exponente, su valor es 3·3·3·3·3. Considérese ahora 3^5/3^3. Aplicando el resultado anterior, se tiene 3^5/3^3 = (3·3·3·3·3) / (3·3·3) = 3·3 = 3^2 = 3^(5-3). A partir de esta observación, resulta evidente que 3^0 = 3^(3-3) = 3^3/3^3 = (3·3·3)/(3·3·3) = 1. El razonamiento vale para cualquier número a, por lo que a^0 = 1.
Dando un simple paso más, pasemos a considerar 0^0. El resultado del razonamiento anterior invita a pensar 0^0 = 1. Sin embargo, aplicando otro razonamiento, se observa que el resultado de elevar 0 a cualquier exponente es 0: 0^2 = 0·0 = 0, etc. ¿Por qué habría de ser 0^0 diferente? Según esta propuesta, 0^0 = 0. Para complicar aún más la cosa, planteemos otra vía: 0^0 = 0^(2-2) = 0^2/0^2 = (0·0)/(0·0) = 0/0. Y, siguiendo a Brahmagupta, debe concluirse que este cociente es o 0, o indeterminado.
El problema dista de ser sencillo, y de hecho no pudo resolverse hasta el s. XVIII, cuando el empleo de herramientas de cálculo avanzado como la regla de l’Hopital permitió constatar que lim(x→0) (x^x) = 1… pero lim(x→0) (x^(x^x ))=0, y en general, según la velocidad con la que base y exponente se aproximen a 0, el resultado de 0^0 puede ser cualquier cosa. Algo similar ocurre con otra de las cuestiones que preocuparon a Brahmagupta: 0/0, cálculo para el que la aplicación de la técnica de l’Hopital muestra también que el resultado puede ser cualquier número. El relato de este logro excede el marco temporal de este ensayo, por lo que no se trata aquí; pero puede servir como introducción a la siguiente contribución del 0: su participación en el desarrollo del cálculo infinitesimal creado por Leibniz y Newton.
El cero como proceso
Se ha comentado en secciones anteriores que para los matemáticos clásicos que trataban el problema de nombrar números, los números hacen referencia a algo real: no se puede numerar algo que no existe. Los números naturales se pliegan fácilmente a esta restricción. Incluso en su habitual definición rigurosa moderna, un número es el conjunto de todos los conjuntos que tienen una determinada cantidad de elementos; ente que, aunque abstruso, cabe imaginar como “realmente” existente. En cambio, el cero no se maneja tan fácilmente. Aún a día de hoy, no existe un consenso absoluto sobre si el cero es o no un número natural. Dependiendo de lo que se considere, el cero es un número entero (y entonces simplemente es el número entero que en la secuencia de enteros va antes del 1 y después del -1, y que se define como el resultado de ecuaciones como 1-1, 2-2 etc.), o es un número natural, en cuyo caso se define como el conjunto vacío, objeto del que cabe preguntarse si se corresponde con algo “real” o no.
Como vía de escape a estas dificultades cabe recuperar los conceptos clásicos de Aristóteles de “acto” y “potencia”. En efecto, imaginemos que el cero no representa una “nada” existente (en acto), sino un proceso de aproximación a esa nada. Se tiene con ello la base del cálculo infinitesimal, que tan importante ha sido para el desarrollo de la física, ya desde los trabajos de Newton, pues con esta nueva forma de operar con el cero, se llega a un concepto fundamental en el cálculo y en la física como es el de la derivada, creación de Fermat como resultado de una división por cero:
f’ (x)= (f(x+h)-f(x))/h con h→0 (no h = 0)
En la misma línea, Leibniz define un cambio infinitesimal dx como un cambio tan pequeño de la variable x que es indistinguible de 0, por lo que puede operarse con él según las reglas del 0: ignorándolo en sumas y restas, con efectos anuladores en multiplicaciones, y con mucha precaución en divisiones. También Newton, preocupado en este caso por la dinámica, habla de infinitesimales, identificándolos no con distancias infinitamente pequeñas en el espacio sino como puntos en el transcurso del tiempo, denominándolos “momentos”, concepto en la base de su estudio del cambio de variables a lo largo del tiempo, de su “flujo”, que denominó “fluxiones”.
Conclusión
Se ha completado así un relato de la historia del cero que abarca desde sus humildes orígenes en sumeria como simple marcador para evitar que alguien, intencionada o accidentalmente, interpretase que las posesiones por las que un gran comerciante debía pagar impuestos eran de tan sólo 103 ovejas en lugar de 3643, hasta su papel estelar en el desarrollo de la noción de derivada, de límite y de cálculo infinitesimal. Sin embargo, la historia del cero dista de estar completa, y aún sigue estando activa en el desarrollo de la lógica y las matemáticas más abstractas, como los trabajos de Von Neumann de 1923 en los que redefinió los números naturales identificando el cero como el conjunto vacío, 0 = Ø, el 1 como el conjunto que contiene al conjunto vacío, es decir, el cero: 1 = { Ø} = {0}, el 2 como el conjunto que contiene al 0 y el 1, 2 = { Ø , { Ø}} = {0, {0}}, etc.; así como en las más grandes confusiones, como la protagonizada en 1998 por un juzgado de Massachusetts, que anuló una ley que pretendía eliminar un impuesto mediante la triquiñuela de asignarle el valor 0 mediante el argumento de que 0 no es una cantidad.
Lecturas Recomendadas
Cervera, F. “Historia de los números”.
Hawking, S. “Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia”. Crítica, 2010.
Kaplan, R. “The nothing that is: a natural history of zero”. Penguin Books, 1999.
Weinberg, S. “Explicar el mundo”. Taurus, 2016.