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El alma en la filosofía de David Hume

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Hay temas que parecen condenados a una discusión interminable que retorna una y otra vez a los mismos planteamientos, a una repetición sin fin de argumentos y contra-argumentos que ya se han tratado mil veces antes; el asunto del alma, la mente o la consciencia, por mencionar algunos de los términos que se han empleado a lo largo de la historia para hacer referencia a lo que esencialmente es lo mismo, es uno de ellos. Pero, muy ocasionalmente, surge una novedad que provoca una ruptura que parecía imposible en un tema aparentemente tan agotado. La filosofía del alma de David Hume es uno de esos casos.

1. David Hume: nuevas respuestas a una vieja pregunta

El novedoso tratamiento que da Hume a la vieja cuestión de la naturaleza del alma, con sus múltiples ramificaciones en los terrenos de la moralidad, la religión, la identidad personal y, en definitiva, la naturaleza del hombre, destaca por múltiples motivos, de entre los cuales la virulencia de la oposición con la que fue (y sigue siendo) recibido en muchos casos no es el menos impactante.

Analizando por ejemplo la acogida de sus escritos en tiempos de Hume y entre algunos de sus propios compatriotas, encuadrados en lo que se ha dado en denominar la «Escuela del Sentido Común» escocesa, resulta fácil encontrar críticas a las consecuencias para la moral de los planteamientos de Hume, con su reducción de la mente a un «haz de percepciones» (bundle of perceptions) y la consecuente negación de la naturaleza sustancial del alma, consecuencias que para estos autores resultaban decididamente perniciosas. Así, en opinión de Beattie:

«Para un hombre que duda de la individualidad o identidad de su propia mente, la virtud, la verdad, la religión, el bien y el mal, la esperanza y el miedo, no son absolutamente nada.» (Beattie, An Essay on the Nature and Immutability of Truth, citado en Thiel, The Early Modern Subject1).

Mientras que Reid, sucesor de Adam Smith en la cátedra de Filosofía Moral de la Universidad de Glasgow, llega al punto de acusar a Hume de haber «aniquilado hasta su propia mente», juzgando que, tras haberlo hecho:

«(…) no hay razones para pensar que la justicia sea una virtud natural en su sistema.» (Reid, An Inquiry into the Human Mind, citado en Thiel, The Early Modern Subject1).

Ya en tiempos más recientes, un autor decididamente más amistoso hacia los planteamientos de Hume como Bertrand Russell escribe sin embargo:

«Es importante, por consiguiente, descubrir si hay alguna respuesta a Hume dentro del armazón de una filosofía que es total o principalmente empírica. Si no, no hay ninguna diferencia intelectual entre la cordura y la locura. El lunático que cree que es un huevo escalfado, será condenado únicamente por la razón de que está en minoría, o más bien –puesto que no tenemos que dar por sentada la democracia− por la razón de que el Gobierno no está de acuerdo con él. Este es un punto de vista desesperado, y debemos esperar que haya algún modo de eludirlo.» (Russell, Historia de la Filosofía Occidental, Tomo II2)

Aunque, volviendo a los contemporáneos de Hume de la Escuela del Sentido Común, no parece que articular tal respuesta debiera exigir demasiado esfuerzo, ya que autores como Beattie consiguen despacharla en apenas dos líneas:

«(…) el asunto en cuestión es evidente en sí mismo, y por tanto cualquier razonamiento en otro sentido resulta no filosófico e irracional.» (Beattie, An Essay on the Nature and Immutability of Truth, citado en Thiel, The Early Modern Subject2).

Sin embargo, lo que en verdad resulta evidente tras casi tres siglos de discusiones es que la cuestión no es en modo alguno tan sencilla, como se tratará en las siguientes páginas. Para ello, y antes de tratar los argumentos con los que Hume llega a consecuencias que suscitan tan acaloradas reacciones, resultará útil hacer una breve recapitulación de los principales antecedentes sobre los que se levanta la filosofía de Hume.

2. Los antecedentes: Descartes y Locke

Entre los precursores inmediatos del pensamiento de Hume sobre la cuestión del alma, se pueden destacar a dos: Descartes y Locke. El primero supone en buena medida la posición antitética que confronta Hume, mientras que el segundo le proporciona elementos de partida importantes para construir su planteamiento.

Descartes sigue siendo a día de hoy el exponente fundamental de la que se puede denominar «concepción dualista» de la naturaleza humana. En efecto, Descartes recoge la tradición de filósofos anteriores como Platón y San Agustín, pero la dota de elementos novedosos que siguen siendo enormemente relevantes e influyentes.

Como es bien sabido, el punto de partida del pensamiento de Descartes es la evidencia para él innegable que una persona tiene de su propia consciencia. En la forma en la que Descartes expone esta evidencia resuenan ecos evidentes del argumento que San Agustín expuso unos doce siglos antes. Así, cuando San Agustín declara:

«Respecto de estas verdades, no me preocupan los argumentos de los Académicos cuando dicen: ¿qué ocurre si te equivocas? Porque si me equivoco, soy. Pues el que no es, no puede equivocarse. (…) Puesto que, por lo tanto, yo, la persona que se equivoca, debo ser, aunque me equivoque, ciertamente no me equivoco al decir que soy.» (S. Agustín, La Ciudad de Dios, citado en S. Goetz y C. Taliaferro, A Brief History of the Soul3)

Descartes escribe:

«(…) yo soy el que siente, es decir, el que percibe ciertas cosas por los órganos sensoriales, pues ciertamente veo luz, oigo ruido, siento calor. Pero se dirá que esos fenómenos son falsos y que estoy soñando. Sea así; aún es bastante indudable que tengo la impresión de que veo luz, oigo ruido y siento calor. Eso no puede ser falso (…) Aunque las cosas que percibo e imagino pueden no ser nada en sí mismas y fuera de mí, estoy de todos modos seguro de que esos modos de pensamiento que llamo percepciones e imaginaciones, y que por tanto son modos de pensamiento, ciertamente residen en mí.» (Descartes, Meditaciones, citado en S. Goetz y C. Taliaferro, A Brief History of the Soul3)

La persona es, por lo tanto, para Descartes, fundamentalmente un ser pensante; un ser que siente, imagina, razona y toma decisiones, ya sea de forma acertada o equivocada, pero que para realizar todas esas operaciones debe ciertamente existir. La esencia de la persona reside en este «alma» o «mente», términos para Descartes intercambiables, que para él resulta inmediatamente accesible a la experiencia, de una forma que resulta totalmente plena y transparente;  posiblemente el alma sea la única cosa que se puede conocer de ese modo claro y directo. Por lo tanto, la tarea del filósofo consiste en partir de este hecho innegable para determinar, en lo posible, sus características.

Para Descartes, la primera característica fundamental que cabe atribuir al alma (o la mente) es su carácter simple e indivisible. Esto es lo que la distingue de otras sustancias, como las materiales, en las que es posible distinguir partes substantivas en las que cabe dividirlas. El alma, en cambio, es una entidad única e indivisible, que puede naturalmente albergar diversos pensamientos o sensaciones, incluso contrapuestos, pero que lo hace dentro de una unidad de consciencia.

Por otra parte, es también claro que el alma está fuertemente vinculada a un cuerpo material. El cuerpo constituye el segundo elemento de la naturaleza dual de las personas. Como otras sustancias materiales, el cuerpo no es simple y está sujeto a cambios: crece y mengua a lo largo de la vida, puede perder partes como consecuencia de accidentes, se puede incluso argumentar que ni la porción más minúscula de su materia se conserva durante toda una vida. Pero siendo material, es distinta de otros elementos materiales que una persona puede «poseer»: lo que le proporciona una identidad e individualidad que hace que sea esencialmente distinto hablar de «mi cuerpo» que hacerlo de «mi coche» es precisamente el alma; el hecho de que el cuerpo, con todos sus cambios, es la porción de materia a la que el alma permanece asociada durante toda una vida.

Teniendo este carácter único para la persona, el cuerpo es, más allá de eso, una sustancia material como cualquier otra. Fiel a los desarrollos de la ciencia de su época, Descartes imagina el cuerpo como una compleja y delicada máquina. La vida es así, para Descartes, el correcto funcionamiento de la maquinaria del cuerpo, mientras que la muerte es una avería irreparable que obliga al alma a abandonarlo. Descartes simplifica así el concepto de alma, logrando prescindir del alma vegetativa y el alma sensorial de Aristóteles al atribuir sus funciones al cuerpo, y con ello consigue evitar las dificultades que conlleva considerar varios tipos de alma y explicar por qué algunas de sus funciones se degradan con la muerte y otras no.

Quedan, sin embargo, otras dificultades importantes por resolver. Una de las más complejas es el problema de la causalidad: ¿cómo es posible que el alma pueda actuar sobre una sustancia intrínsecamente diferente, como es el cuerpo? Esta dificultad, que ya fue planteada en vida de Descartes por la princesa Elisabeth, sigue siendo problemática a día de hoy4. Una segunda dificultad, que también sigue vigente, es la del denominado «problema de la unión»: ¿Cómo es posible que la diversidad de impresiones y pensamientos acaben formando una unidad coherente, en un alma que, a la luz de la unidad de la consciencia, precisamente se caracteriza por su simplicidad?

La respuesta (parcial) de Descartes a estas cuestiones resulta pintoresca a día de hoy en su formulación concreta, pero si se prescinde de sus elementos accesorios sigue siendo muy relevante: para Descartes, la función de la unión cuerpo-alma ha de residir en un órgano concreto del cuerpo, que Descartes encuentra en la glándula pineal. Descartes sustenta esta curiosa elección en la evidencia, ya innegable en su época, de que el cerebro es un órgano esencial para el correcto desempeño de la mente, evidencia a la que suma un argumento de simplicidad: la conexión con un alma simple debe darse a partir de un órgano equivalentemente simple, y los restantes elementos del cerebro aparecen duplicados en sus dos hemisferios. A día de hoy, esta explicación concreta está evidentemente descartada; no así la búsqueda del órgano o del elemento del cerebro responsable de resolver el «problema de la unión», que sigue siendo una de las materias de estudio en las ciencias del cerebro. Contrariamente a Descartes, la neurología actual no considera que este elemento haya de ser necesariamente único, pero puede argumentarse que la naturaleza de tal órgano, y que sea único, o que en cambio haya una multiplicidad de órganos encargados de diferentes aspectos de la tarea, no constituye un asunto que pueda suponer una gran objeción para los planteamientos de Descartes4. Sí que se alejan del dualismo cartesiano, naturalmente, los que plantean esta búsqueda desde una perspectiva completamente materialista, es decir, considerando tal elemento o función de la mente como una más (quizá la más compleja) de las piezas de la maquinaria del cuerpo, pero como las restantes completamente regida por las leyes de un universo material determinista.

Por otra parte, y pasando al segundo de los autores indicados al comienzo de esta sección, en Locke se adivina ya la transición que llevará a la ruptura que supone el pensamiento de Hume. Locke afirma, como Descartes, que la identidad de una persona se sustenta en la continuidad de algo que se superpone a la variación continua de los aspectos materiales del cuerpo. Así, en An Essay Concerning Human Understanding escribe: 

«La identidad de un hombre (…) consiste en nada más que en la participación en la misma vida continuada, por parte de partículas de materia constantemente cambiantes, unidas en una sucesión vital al mismo cuerpo vivo.» (Locke, An Essay Concerning Human Understanding, citado en S. Goetz y C. Taliaferro, A Brief History of the Soul3)

Se podría deducir a partir de textos como este que Locke está hablando del mismo espíritu o mente de Descartes, pero la cuestión no es tan simple. Locke, desde sus presupuestos empiristas, no puede aceptar el uso que se da al concepto de sustancia en teorías dualistas como la de Descartes, y trata de eliminar este reducto, quizá el último, de la noción de sustancia en la filosofía de su tiempo. Pero, sin embargo, percibe que debe haber algo persistente que dé continuidad a la identidad de la persona a través de los avatares de la vida.

Para dar respuesta a este dilema, Locke propone que la naturaleza de la persona no resida en la continuidad de una sustancia (ya sea material, o inmaterial, como el alma de Descartes), sino en la consciencia de esa continuidad: lo que sustenta la identidad es así la percepción consciente de uno mismo, que se mantiene gracias a la facultad de la memoria. Es esta memoria de la historia presente o pasada de uno mismo lo que posibilita que se construya una identidad, con independencia de que, a lo largo de este proceso, las sustancias que lo constituyen, ya sean materiales o inmateriales, vayan cambiando:

«La cuestión es por tanto qué constituye la misma persona, y no si es la misma sustancia idéntica, que siempre piensa en la misma persona, lo que en este caso no tiene ninguna importancia. Diferentes sustancias resultan unidas por la misma consciencia (cuando forman parte de ella) en una persona; del mismo modo que diferentes cuerpos se unen por una misma vida en un animal, cuya identidad se preserva, durante tal cambio de sustancias, por la unidad de una vida continuada.» (Locke, An Essay Concerning Human Understanding, citado en S. Goetz y C. Taliaferro, A Brief History of the Soul3)

Así, la identidad se fundamenta en la consciencia, entendida como la percepción de lo que ocurre en la propia mente, y se mantiene a lo largo del tiempo mediante la memoria, independientemente de sustancias materiales, que como el cuerpo pueden cambiar a lo largo del tiempo, pero también de sustancias inmateriales, por más que sean invariables, por cuanto pueden ser ajenas a la consciencia; así, si con Descartes o con otros filósofos o religiosos se llegara a admitir la inmortalidad del alma y su tránsito por otras formas de vida previas o posteriores a la humana, o incluso su transmigración por diferentes cuerpos, tales aspectos no formarían parte para Locke de la identidad que constituye la persona, puesto que no serían accesibles a la consciencia ni a la memoria.

Lo que por otra parte abre la puerta a una de las críticas más comunes a Locke: ¿qué ocurre con los numerosos eventos de la vida que no se recuerdan? Tomando la propuesta de Locke de forma literal, habría que decir que la persona que participó en esos eventos es diferente de la persona actual, si esta ya no los recuerda, y por ejemplo no sería lícito premiar o castigar a esa persona actual por las buenas o malas acciones de un individuo que existió años atrás y que ya no forma parte de sus recuerdos5. Así, ante el dilema que desde una parte desde los presupuestos del empirismo obliga a abandonar el concepto de alma sustancial como elemento integrador del individuo, y el deseo por otra parte de identificar alguna otra cosa que pueda ejercer esa función integradora, aparentemente tan necesaria para asuntos como la moral, Locke acaba quedándose en una suerte de punto medio que resulta contradictorio. Como se presenta en la siguiente sección, Hume resuelve esa contradicción llevando como nunca antes los principios del empirismo hasta sus últimas consecuencias.

3. Hume: el teatro de las percepciones

En la sección del Tratado de la Naturaleza Humana6 titulado De la Identidad Personal (Libro Primero, Parte IV, Sección VI), Hume presenta una exposición detallada de su concepción de la mente y la consciencia. Esta sección está estructurada en tres partes: en primer lugar, Hume critica la teoría sustancial del alma, para en segundo lugar describir lo que efectivamente se puede conocer o afirmar de la mente o el alma a partir de un análisis introspectivo basado los principios de su empirismo, concluyendo en tercer lugar con un análisis de los motivos por los que se tiene la tendencia o la intuición de adscribirse una identidad personal, a pesar de que los datos que proporciona dicho análisis introspectivo no proporcionen ninguna evidencia a su favor.

El análisis de Hume es ciertamente más radical que el de Locke, por cuanto parte de la negación de la misma premisa que sustenta el planteamiento de Locke o, más aún, el de Descartes: la evidencia supuestamente incuestionable que un individuo tiene de su propia identidad, y, más aún, de que tal identidad sea simple (o indivisible) y que se mantenga en el tiempo. Hume declara, en cambio, que cuando se embarca en un pensamiento introspectivo, nunca llega a alcanzar tal identidad o consciencia, simple y continuada, sino que siempre se topa con una percepción en particular: ya sea con una proporcionada directamente por los sentidos (un color, frío o calor, dolor o placer), o con una proveniente de la memoria o de la imaginación, que como es sabido son para Hume también percepciones que solo difieren de las sensoriales en sus grados de intensidad. Cuando esas percepciones se suprimen, por ejemplo como consecuencia de un sueño profundo, para Hume podría decirse con propiedad que el individuo como ente de algún modo consciente deja de existir. La mente está constituida así por un haz o colección de percepciones (bundle of perceptions), cada una de ellas diferenciables de las restantes y susceptibles de ser consideradas y de existir por separado, sin necesidad de que haya ninguna cosa tal como una «consciencia continuada» que sostenga su existencia. Diferentes percepciones se van manifestando y extinguiendo a lo largo del tiempo, de modo que la mente se puede caracterizar, según una muy conocida analogía de Hume, como un teatro por el que van desfilando:

«La mente es una especie de teatro en el que distintas percepciones se presentan en forma sucesiva; pasan, vuelven a pasar, se desvanecen y mezclan en una variedad infinita de posturas y situaciones. No existe en ella con propiedad ni simplicidad en un tiempo, ni identidad a lo largo de momentos diferentes, sea cual sea la inclinación natural que nos lleve a imaginar esa simplicidad e identidad.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Primero, Parte IV)

Imagen que por otra parte Hume advierte que no se debe llevar demasiado lejos:

 «La comparación del teatro no debe confundirnos: son solamente las percepciones las que constituyen la mente, de modo que no tenemos ni la notición más remota del lugar en que se representan esas escenas, ni tampoco de los materiales de que están compuestas.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Primero, Parte IV)

¿A qué se debe por tanto la certeza con la que intuitivamente cada cual afirma su propia identidad, para autores como Beattie tan segura que la mera intención de cuestionarla se deba descartar como irracional? Según Hume, es consecuencia de la aplicación de los principios de asociación de ideas, que, como Hume describe en su teoría del conocimiento, por más que resulten naturales, no superan un análisis riguroso. Así, por una parte, Hume critica la cualidad de invariabilidad que encuentra en la caracterización de la identidad proporcionada por otros autores, según la cual la identidad constituye el sustrato permanente e invariable que soporta la variabilidad de otras cosas. Hume, en cambio, sostiene un planteamiento muy heracliteano según el cual todo de lo que tenemos evidencia se caracteriza precisamente por lo opuesto: el cambio permanente. Cabe mencionar aquí que, para algunos autores como Thiel1, este aspecto de la crítica de Hume, en el que presupone que la identidad se ha de vincular necesariamente con la invariabilidad, es posiblemente uno de los puntos más débiles de su argumentación.

¿Qué es lo que vincula entonces a esas percepciones siempre cambiantes y crea esa impresión (para Hume ficticia) de una identidad que perdura a través de los cambios? Las responsables son las operaciones con las que la imaginación relaciona las ideas, que como Hume describe en su teoría del conocimiento se reducen a tres principales: contigüidad, similitud y causalidad.

De ellas, la relación de contigüidad no es relevante en este caso, pues no puede decirse que las percepciones ocupen lugar alguno en el espacio, pero causalidad y similitud son en cambio principios importantes. Además, y conectando de este modo con los planteamientos de Locke, la memoria juega un papel importante en ambos.

La memoria es importante porque, al proporcionar secuencias de percepciones, propicia la relación de similitud entre ellas. Pero, como en otros casos, también en este la relación más importante, por ser la que produce conexiones más fuertes entre ideas, es la de causa y efecto, para la cual la memoria es también esencial, pues sin ella no se podrían establecer tales cadenas de causalidad; cadenas que, una vez establecidas, y como ocurre en otros ámbitos de operación con las ideas, se pueden a continuación extender más allá de lo cubierto por la memoria, de modo que la impresión de identidad queda a su vez extendida a circunstancias que se han olvidado por completo, pero que se suponen que han existido.  Así, y en lo que se puede interpretar como una crítica directa a Locke, Hume descarta la idea de que la identidad sea producto de la memoria:

«Por consiguiente, desde este punto de vista puede decirse que la memoria no produce propiamente, sino que descubre la identidad personal, al mostrarnos la relación de causa y efecto existente entre nuestras diferentes percepciones. Aquellos que sostienen que la memoria produce íntegramente nuestra identidad personal están ahora obligados a explicar por qué podemos extender entonces nuestra identidad más allá de nuestra memoria.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Primero, Parte IV)

Autores como Goetz y Taliaferro3 critican los planteamientos de Hume siguiendo una línea de pensamiento cartesiano, al señalar que cada vez que Hume tropieza con una de esas percepciones que desfilan por el teatro de su mente, está tropezando con su misma identidad, pues cada percepción requiere o presupone el yo substantivo que la está percibiendo. Podría responderse quizá desde los planteamientos de Hume que no hay necesidad de tal yo, por cuanto la percepción sostiene su existencia por sí misma; desde una perspectiva puramente materialista (que no es necesariamente la que sostenía Hume), se podría considerar la percepción como un conjunto de datos codificado de un determinado modo en los impulsos del cerebro, que no necesita por tanto de nada más para existir, siendo la aparente conexión entre percepciones que recorren el cerebro en un momento u otro una ficción. Pero, en todo caso, es claro que si para las posiciones dualistas la cuestión de la causalidad resultaba problemática, los planteamientos de Hume encuentran problemas igualmente difíciles en la cuestión de la consciencia (y, siguiendo la distinción que explica Ravenscroft4, no tanto en la consciencia «de acceso», que se puede entender como la mera disponibilidad de los «datos» de la percepción, proporcionada por ejemplo por la memoria, como en la consciencia «fenoménica», en la percepción consciente que se experimenta de las cualidades que va más allá de la mera disponibilidad de datos para operar o razonar con ellos), y también en la de la integración (el denominado por algunos autores bundling problem7), en cómo se efectúa el tránsito desde percepciones independientes y existentes por sí mismas hasta una imagen o estado mental que las reúne en un todo coherente.

Respecto de esta última cuestión, y aunque emplea frecuentemente el término, Hume no da una definición o un análisis claro de lo que entiende por «consciencia». En varias ocasiones la identifica con «reflexión», que a su vez implicaría la consideración de los pensamientos; es decir, la consciencia es una clase de percepción de alto nivel que toma como objeto otras percepciones, lo que no hace sino acentuar las dudas de cómo se articula esta concepción con la de las ideas simples y autosuficientes que constituyen las percepciones.

Resulta también difícil desde el planteamiento de Hume explicar la aparente racionalidad de las ideas, el hecho de que unas parecen derivarse de otras a partir de argumentos racionales; por ejemplo: «sé que hoy es lunes» → «creo que ayer fue domingo»4. Para Hume, estas relaciones causa/efecto que articulan los argumentos racionales son tan ficticias como las observadas en el mundo físico y su existencia aparente es la que, como se ha visto, produce la ilusión de la identidad, pero si bien los argumentos de Hume, interpretados desde un punto de vista epistémico, pueden resultar convincentes para casos físicos, en los que tales relaciones nunca se pueden percibir directamente, son mucho más difíciles de aceptar en el caso de las percepciones o ideas mentales que están encadenadas lógicamente como resultado de procesos racionales.

Cabe también destacar en todo caso que en los escritos de Hume, las consideraciones epistemológicas tienen por lo general prevalencia sobre las ontológicas. Así, autores como Thiel1 o Russell2 destacan que cuando Hume presenta su modelo del bundle of perceptions, cabe interpretar que no se está comprometiendo con una visión ontológica de lo que sea o deje de ser verdaderamente la mente, sino que está presentando argumentos epistemológicos, acerca de lo que él considera que en rigor se puede afirmar acerca de la mente basándose en el conocimiento que proporciona la introspección; es decir, cuando califica conceptos como la «identidad» o el «alma sustancial» de falsos, lo hace en la medida de que tales conceptos no se pueden justificar basándose en la experiencia (y, por lo tanto, merecen acabar en las llamas junto con las restantes, en palabras de Hume, «especulaciones metafísicas» de la misma clase8) , y no porque argumente que la mente sea esas u otras cosas. El propio Hume recalca esta interpretación cuando en la introducción del Tratado de la naturaleza humana escribe que:

«Me parece evidente que, al ser la esencia de la mente tan desconocida para nosotros como la de los cuerpos externos, igualmente debe ser imposible que nos formemos noción alguna de sus capacidades y cualidades sino mediante experimentos cuidadosos y exactos, así como por la observación de los efectos particulares que resulten de sus distintas circunstancias y situaciones.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Primero, Introducción)

De acuerdo con esta interpretación, puede decirse que las críticas de autores como Beattie o Reid, citadas anteriormente, yerran por lo general en su objetivo al dar a los textos de Hume una interpretación ontológica de la que estos carecen y centrarse en esta interpretación.

Este es ciertamente un punto de vista que es fácil de sostener cuando se consideran textos en los que Hume se esfuerza en mantener una visión moderada que efectivamente se centra en los aspectos epistemológicos, como ante todo en la Investigación sobre el Conocimiento Humano, y en menor medida, en el Libro primero del Tratado de la naturaleza humana. Sin embargo, a partir de textos escritos con un tono más beligerante, como el no publicado durante su vida De la Inmortalidad del Alma, puede intuirse que a estos planteamientos epistemológicos Hume unía una visión ontológica que si bien tampoco resultaría estrictamente justificable en función de sus propios argumentos epistemológicos, resultaba ciertamente coherente con las conclusiones que críticos como los mencionados sacaban de los planteamientos de Hume. Existen también varios pasajes de los textos publicados en vida de Hume en los que este parece atribuir un carácter ontológico a sus afirmaciones, como por ejemplo cuando en la sección Del escepticismo con respecto a los sentidos del Tratado de la naturaleza declara:

«(…) lo que llamamos mente no es sino un montón o colección de percepciones diferentes, unidas entre sí por ciertas relaciones y que se suponen, aunque erróneamente, dotadas de perfecta simplicidad e identidad (…) un ser pensante está constituido por una masa de tales percepciones interconectadas» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Primero, parte IV, sección II)

Pero estos pasajes se podrían considerar también como el producto de una elección poco cuidadosa o coloquial de los términos. En todo caso, puede establecerse una clara distinción entre las cuestiones ontológicas, respecto de las cuales Hume mantenía probablemente una cierta posición que en ocasiones se trasluce en sus escritos, y las cuestiones epistemológicas, que constituyen los elementos fundamentales de su aportación y los que Hume se cuida de presentar con la mayor precisión, y por eso se puede estar de acuerdo con Thiel1 en que cargar la crítica a Hume hacia la vertiente ontológica supone adoptar una perspectiva inapropiada.

4. La crítica de Hume a su propio pensamiento: el apéndice del Tratado de la naturaleza humana

Es bien sabido que el Tratado de la naturaleza humana es una obra de juventud que en su tiempo gozó de muy escasa repercusión2, y que, como es natural, Hume sometió a lo largo de su vida sus ideas a un proceso de evolución y refinamiento desde los planteamientos iniciales del Tratado. En buena medida, este refinamiento puede entenderse como una purga de los elementos menos rigurosos o más difícilmente defendibles de sus argumentos, y uno de sus productos más importantes fue la Investigación sobre el conocimiento humano, que ya sí gozó de mayor difusión y que puede considerarse como una versión resumida y reelaborada del Tratado (si bien, con la consecuencia de que durante ese proceso de revisión se perdieran lo que en opinión de autores como Russell eran «las partes mejores y la mayor parte de las razones de sus conclusiones»2). Un texto importante por cuanto permite asomarse a este proceso de revisión es el Apéndice al Tratado de la naturaleza humana, que Hume publicó en 1740 junto con el tercer libro del Tratado. En este Apéndice puede encontrarse una reflexión de Hume sobre el Libro Primero del Tratado, que como se ha visto es el que contiene el grueso de la discusión respecto de la cuestión de la mente y la identidad personal.

Siendo un texto corto, el Apéndice también es un texto difícil que ha suscitado muy numerosas interpretaciones1,5. Sin embargo, la primera valoración que Hume da en él de su propio tratamiento en el Libro Primero no puede ser más clara (y negativa):

«Había abrigado algunas esperanzas de que, por deficiente que pudiera resultar nuestra teoría referente al mundo de la mente, quedaría libre de las contradicciones y absurdos que parecen acompañar a todas las explicaciones que del mundo material puede dar la razón humana. Sin embargo, al revisar con mayor rigor la sección dedicada a la identidad personal, me he visto envuelto en tal laberinto que debo confesar que no sé cómo corregir mis anteriores opiniones, ni cómo hacerlas consistentes (…) me doy cuenta de que mi explicación es muy defectuosa, y de que solo la aparente evidencia de los razonamientos anteriores puede haberme inducido a aceptarla.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Tercero, Apéndice)

Estas dificultades, junto con las fuertes críticas que, desde una perspectiva correcta o inadecuada, despertaron el tratamiento de la cuestión de la mente y la identidad personal entre sus coetáneos, justificarían que en sus textos posteriores, y en particular en la Investigación sobre el Conocimiento Humano, todos estos elementos de la discusión fueran en buena medida eliminados.

La discusión que presenta Hume en el Apéndice revela que era plenamente consciente de las dificultades que surgen de sus planteamientos, antes indicadas: el problema de la vinculación y el de la consciencia; problemas que por otra parte siguen sin una solución satisfactoria a día de hoy:

«(…) todas mis esperanzas se desvanecen cuando paso a explicar los principios que enlazan nuestras sucesivas percepciones en nuestro pensamiento o consciencia. A este respecto, me es imposible descubrir teoría alguna que me satisfaga.» (Hume, Tratado de la naturaleza humana6, Libro Tercero, Apéndice)

En efecto, puede señalarse que, partiendo del mecanismo de conexión causal entre percepciones que Hume identifica en el Libro Primero como su principal forma de vinculación, no hay pista alguna de cómo puede llegarse a esa creencia tan extendida, por ser tan aparentemente intuitiva, en la identidad de la persona, siendo además que tal identidad debería estar formada por las percepciones que efectivamente están conectadas a esa identidad unitaria, pero puede ocurrir que percepciones que formen parte de esa idea de la identidad personal estén vinculadas causalmente a otras percepciones que no forman parte de ella, como, por ejemplo, objetos externos del mundo material, que en ese proceso de creación de una «identidad ficticia» son descartados con total facilidad.  Hume declara a continuación que podría resolver esa dificultad si pudiese renunciar a uno de los dos principios fundamentales de su epistemología: que cada percepción existe por sí misma, y que la mente nunca percibe conexiones reales entre las percepciones; pues si descartase el primero, podría discriminar qué percepciones no forman parte de la identidad unitaria, y si descartase el segundo, cuáles no están conectadas con ella. Pero evidentemente no puede descartar ninguno de los dos, pues constituyen el núcleo fundamental de su epistemología.

Así pues, Hume declara en el Apéndice su incapacidad para resolver el problema de la consciencia y de la vinculación de las percepciones en un yo unitario, pero como indica Thiel1, eso no implica que descarte su teoría por completo. En particular, puede concluirse que Hume permanece firme en la defensa de los siguientes principios, que no son sometidos a duda ni en el Apéndice, ni en otros de sus escritos:

  • El concepto de sustancia, tal y como es empleado en las teorías dualistas, no tiene justificación.
  • La introspección solo muestra colecciones de percepciones.
  • Pese a ello, tenemos la tendencia natural a adscribirnos una identidad personal.
  • Esta tendencia se produce a partir de una ficción de la imaginación.

5. Las consecuencias en la moral y la religión  

Tras esta exposición de los principios de la teoría del alma de Hume, resulta de interés considerar cómo se articula esta teoría con la fundamentación otros aspectos de su pensamiento, como la filosofía de la religión, o la moral, aspectos acerca de los cuales sus críticos fueron particularmente hostiles, como ya se ha descrito en la primera sección de este ensayo.

Tal fue esta hostilidad que Hume no publicó muchos de sus escritos sobre estos temas en vida. Su principal obra sobre la religión, la Historia Natural de la Religión, únicamente se publicó tras su muerte, siguiendo sus instrucciones, del mismo modo que su breve ensayo De la Inmortalidad del Alma9. Sin embargo, también se encuentran contribuciones importantes a estos temas en las secciones finales de la Investigación sobre el Conocimiento Humano8.

El primer punto de interés que se puede destacar en esta obra es la forma inusualmente vívida en que Hume describe su estado de ánimo respecto de estas cuestiones. Hume dedica la Sección 11 de la Investigación sobre el Conocimiento Humano8 a comparar con una cierta amargura la diferencia entre el trato tolerante que recibieron filósofos como Epicuro en la antigüedad, que disfrutaron de una vida de paz y tranquilidad hasta una edad avanzada, pudiendo impartir su magisterio y participar con normalidad en las actividades y funciones públicas, y las actitudes que tendría que padecer en su tiempo alguien se atreviese a sostener principios similares a los de Epicuro, que los llevarían a ser, en el mejor de los casos, víctimas de lo que Hume califica de «envidia apasionada». Y así, si bien Hume arranca esta Sección declarando, quizá no con excesiva sinceridad, que está hablando de los planteamientos de un amigo que «defendía muchos principios que de ningún modo puedo aceptar» y no de sí mismo, rápidamente pasa a declarar que en tales argumentos en absoluto pueden encontrarse los enemigos de la moral y el orden público, que, por ejemplo, denuncian los autores de la Escuela del Sentido Común:

«Parece entonces (…) que dejas la política fuera de la cuestión y en ningún momento supones que un sabio magistrado puede fundamentalmente sospechar de ciertas doctrinas filosóficas, como las de Epicuro, que, negando la existencia divina y, en consecuencia, la Providencia y la vida futura, parecen aflojar en gran medida los lazos de la moralidad, y se pueden suponer, por esta razón, perniciosas para la paz de la vida social.» (Hume, Investigación sobre el Conocimiento Humano8)

Por el contrario, Hume afirma que una persona guiada por tales planteamientos puede sostener, de acuerdo a ellos, principios morales y cívicos tan rectos como cualquier otra, e incluso superiores a los que se derivan de la religiosidad, pues en efecto Hume pasa inmediatamente al contraataque enumerando las fallas que él encuentra en la fundamentación religiosa cristiana de la moralidad, como lo que para él supone una evidente desproporción que se da en el cristianismo entre los actos malvados que una persona puede llegar a cometer durante una vida mortal y el castigo eterno que por ellos puede llegar a sufrir su alma, que difícilmente se puede conciliar con la idea de un Dios supremamente bondadoso, o los innumerables ejemplos que Hume encuentra en su tiempo en los que la vida religiosa no conduce a conductas virtuosas o beneficiosas para el colectivo, sino que más bien fomenta comportamientos antisociales y produce individuos que, para Hume, constituyen verdaderos parásitos para las comunidades que tienen que sustentarlos.

Respecto de sus contribuciones a la filosofía de la religión, la crítica de Hume a la religión «tradicional» se suele articular en tres ejes: la verosimilitud de los milagros, los argumentos sobre el diseño divino del mundo y la naturaleza inmortal del alma10.

Así, al tratar el asunto de los milagros en su Investigación sobre el Conocimiento Humano8, Hume aplica su teoría del conocimiento para sopesar los motivos que pueden aducirse para sustentar la creencia en ellos: de un lado, se tiene la experiencia directa, que nos muestra una naturaleza que sigue ininterrumpidamente un curso incompatible con la ruptura de ese curso que implica un milagro; y del otro, los informes de los testigos, que proporcionan una vía de conocimiento que a lo sumo puede calificarse de indirecta, y que ha de ser matizada con consideraciones sobre la credibilidad de esos testigos o la posibilidad de que, aun actuando de buena fe, se hayan equivocado en sus observaciones, existiendo además el agravante de que los relatos de los seguidores de diferentes religiones resultan incompatibles entre sí, y, en cierto modo, se anulan los unos a los otros.

Respecto de la posibilidad de un diseño inteligente en el mundo, Hume afirma que la extrapolación que se suele practicar desde las cualidades que se pueden apreciar en el mundo hasta llegar a un creador dotado de toda cualidad en un grado sumo es tan claramente excesiva que solo se puede entender como una adulación; puede intuirse de esta consideración que resultaba notablemente difícil impresionar a Hume y que la visión del cielo estrellado sobre él (por no hablar de la de la ley moral en el interior de los hombres) no le producía el asombro que experimentaba Kant. En todo caso, para Hume el mundo natural es más análogo a una planta o a un animal que crece y se desarrolla de un modo autónomo que al fruto del diseño intencional de un creador sapientísimo. Sus características incluso no resultan incompatibles con la agrupación azarosa de átomos que, en su movimiento aleatorio, pueden haber acabado por llegar a su disposición actual, un tanto ordenada, aunque seguramente mejorable, tras haber recorrido un número grande, pero no infinito, de estados más desordenados, recuperando así la vieja tesis epicúrea que a día de hoy sigue teniendo considerables apoyos entre, por ejemplo, los partidarios de una interpretación «estadística» de los resultados de teorías físicas como la termodinámica.

En tercer lugar, y conectando así con el tema central del presente ensayo, al tratar la cuestión de la posible naturaleza inmortal del alma, Hume parte de lo que en el marco de su filosofía no puede ser, como se ha visto, sino un rechazo absoluto al concepto en el que sustentan las teorías dualistas que defienden la inmortalidad del alma: la noción de sustancia, concepto que, como Hume declara tajantemente en las últimas líneas de la Investigación sobre el Conocimiento Humano, ni contiene «razonamientos abstractos sobre la cantidad y el número», ni «razonamientos experimentales acerca de cuestiones de hecho o existencia»8, y que por lo tanto no merece un destino mejor que ser arrojado a las llamas. Por el contrario, lo que para Hume se desprende de la evidencia empírica es que, incluso dejando temporalmente al margen la cuestión de qué pueda ser exactamente el alma, e identificándola de un modo impreciso con «la consciencia», «el raciocinio», «la memoria», «el hálito vital» o cualquiera otra de las facultades mediante las que uno u otro autor la caracterizan, todas esas cualidades aparecen a la experiencia inextricablemente unidas al desarrollo del cuerpo, potenciándose a medida que un infante se desarrolla hacia la edad adulta y debilitándose al adentrarse en la vejez, de modo que todo indica que, siguiendo ese curso, han de morir con el cuerpo. Así las cosas, la conclusión con la que Hume comienza De la Inmortalidad del Alma no puede ser más rotunda:

«(…) en realidad es el Evangelio, y solo el Evangelio, el que ha sacado a la luz la vida y la inmortalidad» (Hume, De la Inmortalidad del Alma9).

Esta afirmación, que para un lector actual resulta una declaración notablemente sintética del proceso de secularización que constituye una de las características de la Ilustración, resultó en su tiempo, junto con la explicación psicológica del desarrollo de las religiones proporcionado por Hume en su Historia Natural de la Religión, fuente de una considerable polémica y de numerosas objeciones y reproches al autor.

6. Después de Hume: el alma y la identidad personal en Kant

Es generalmente admitido que la obra de Hume ejerció una importante influencia sobre Kant y que la Investigación sobre el conocimiento humano fue uno de los principales responsables de despertarlo de su «sueño dogmático». Y, en efecto, en los planteamientos de Kant respecto del alma y la identidad personal pueden encontrarse notables paralelismos con las respuestas de Hume, pero también importantes diferencias.

El tratamiento de Kant respecto de esta cuestión se encuentra fundamentalmente en la sección de la Crítica de la Razón Pura11 titulada La razón como sede de la ilusión trascendental. Kant comparte en buena medida el diagnóstico de Hume al aseverar que si bien las afirmaciones respecto de la existencia del alma como una substancia de, por ejemplo, Descartes podrían ser verdaderas, no es posible demostrar que en efecto lo son. Para Kant, el hecho de que el pensamiento humano se vea constantemente impelido hacia entidades como, por ejemplo, el alma como substancia, se debe a la tendencia natural de la mente a desbordarse en su búsqueda de la verdad, que la lleva a desear siempre ir más lejos de lo que los medios que tiene a su disposición le permiten. En efecto, para Kant los humanos solo podemos construir nuestro conocimiento a partir de las formas espaciales, temporales y lógicas que nos son inherentes. No es posible llevar lo que sabemos más allá de ellas, pero en nuestro esfuerzo racional por extender nuestro conocimiento, tenemos la tendencia natural a tratar de extenderlo de forma que rebosa estos límites legítimos. Estas extensiones generan las ilusiones a las que alude el título de la sección, que pueden hacernos creer que sabemos lo que, en realidad, es imposible saber. Pueden advertirse en este planteamiento importantes coincidencias, si bien con mayor elaboración, con las ideas de Hume respecto de la construcción de la ficción de la identidad. 

Kant va más allá continuando su argumentación con la discusión de cuatro paralogismos, o silogismos que resultan incorrectos en su forma (con independencia de que puedan ser o no verdaderos en su contenido; la cuestión aquí es que la incorrección en la forma los inhabilita para verificar la veracidad o falsedad de su contenido):

1) El primer paralogismo se refiere a la identificación del yo como una sustancia pensante.  Del mismo modo que en el mundo físico la metafísica apela a sustancias que son el soporte de las propiedades de los seres, también lo hace a una sustancia individual que es el soporte de los juicios de una persona; de este modo, los juicios son rasgos de la persona, pero no constituyen la persona, y pueden cambiar manteniéndose la identidad de la persona. Pero este razonamiento es falaz por cuanto todo conocimiento y razonamiento debe partir de datos de la experiencia, que necesariamente han de estar ubicados en el tiempo y el espacio, y a partir de tales datos las sustancias de la metafísica resultan inalcanzables.

2) El segundo paralogismo es el que declara la persona como una entidad simple y unitaria. Pero, nuevamente, tales cualidades son inalcanzables para el conocimiento. Por el contrario, Kant argumenta que nada impide que la consciencia esté originada en realidad por un sujeto compuesto, cuyos múltiples elementos contribuyen a formarla del mismo modo que los movimientos de los dedos conforman el movimiento global de la mano.

3) El tercer paralogismo atañe a la infusión en ese «ser interior» de la personalidad del individuo, que goza de continuidad gracias a ello. Pero Kant argumenta que esta sensación de continuidad no demuestra que la continuidad verdaderamente exista; así, Kant propone que en analogía con un conjunto de bolas de billar que chocan entre sí, transmitiéndose de ese modo su movimiento, la consciencia y el pensamiento podrían transmitirse sucesivamente entre diferentes entidades, sin que fuese posible detectar este proceso.

4) El cuarto paralogismo trata el problema del idealismo y de la existencia del mundo externo. Aquí, a diferencia de los postulados más puramente escépticos de autores empiristas como Hume, Kant sostiene que, siendo el espacio una forma de la consciencia, los objetos se perciben directamente como existentes en el espacio, sin la necesidad del paso intermedio de las imágenes mentales de esos objetos. Por ello la consciencia de uno mismo depende inextricablemente de la suposición de un mundo externo, lo que supone una crítica del cogito de Descartes y su pretensión de conocerse a uno mismo incluso bajo la suposición de que no existe un mundo exterior.

Tomados en conjunto, los argumentos de Kant suponen que, al igual que otras cuestiones de la metafísica no son resolubles, tampoco es posible responder a la pregunta de en qué consiste la naturaleza última del ser humano. Sin embargo, y en concordancia con la primacía de la razón práctica sobre la razón pura en el conjunto de su filosofía, Kant va más allá de esta dificultad epistémica sosteniendo que, sin embargo, el sujeto pensante aparece o debe aceptarse como prerrequisito del pensamiento: el hecho de que el ser humano sea un sujeto pensante exige un «sujeto lógico» constante que unifique estos pensamientos.

Se suele considerar que este punto de la filosofía de Kant supone un rechazo del bundle of perceptions de Hume. Pese a que, como se ha indicado, la influencia de Hume en la filosofía de Kant resulta clara, el propio Kant no llega a citar expresamente a Hume respecto de esta cuestión. Sin embargo, Ludwig H. Jakob, uno de sus sucesores más tempranos, aboga por esta interpretación1.

Jakob sostiene que la falla en el pensamiento de Hume radica en la afirmación de que toda idea tiene su origen en una impresión de los sentidos (afirmación que, como se ha visto, es uno de los dos principios básicos que, según expone Hume en el Apéndice del Tratado, le hacen imposible dar una solución satisfactoria al problema de la identidad). Jakob declara que Hume está ciertamente en lo correcto al afirmar que no se puede encontrar una tal impresión que pueda asociarse a la mente, pero falla al no percibir que esta idea del yo unitario que articula la mente no está apoyada en los sentidos, sino que es, como indica Kant, estrictamente un producto del entendimiento: es una «ley necesaria del pensamiento» que se debe admitir como presupuesto o condición de posibilidad del pensamiento; si bien, como señala Kant, siendo necesaria, es también una idea vacía, en el sentido de que la misma razón que es posibilitada por ella no puede averiguar nada más acerca de ella.  De este modo, puede concluirse que mientras que por un lado Kant coincide con Hume en cuestiones fundamentales como la imposibilidad epistémica de averiguar algo acerca del alma, o la mente, también aporta una perspectiva diferente al atribuirle la categoría de un principio lógico a priori1.

7. Conclusiones

Al llevar los principios del empirismo hasta sus últimas consecuencias, Hume aportó un tratamiento muy novedoso a la cuestión del alma que sigue siendo enormemente relevante a día de hoy. Los planteamientos de Hume han permeado de tal modo que resultaría imposible encontrar un filósofo o un científico de la mente actual que no esté influido de un modo u otro por ellos, aunque la autoría de Hume no siempre se reconozca explícitamente; su penetración ha sido tal que, como muchas veces ocurre en casos similares, sus ideas siguen utilizándose sin que ya sea preciso recordar quién las produjo.

Respecto de la influencia de Hume en la filosofía posterior, se puede estar de acuerdo con Russell cuando escribe:

«David Hume es uno de los filósofos más importantes, porque llevó a su conclusión lógica la filosofía empírica de Locke y de Berkeley y porque, al hacerla consecuente consigo misma, la hizo increíble. Él representa, en cierto sentido, un punto muerto: en su dirección es imposible seguir adelante.» (Russell, Historia de la Filosofía Occidental, Tomo II2)

Camino muerto por cuanto al llevar Hume el empirismo a su culminación, también ha propiciado su destrucción, abriendo paso a la vía irracional, romántica, de autores como Schopenhauer o Nietzsche:

«El desarrollo de lo irracional durante el siglo XIX y lo que ha transcurrido del XX es una secuela natural de la destrucción del empirismo.» (Russell, Historia de la Filosofía Occidental, Tomo II2)

O también cuando aprecia que aunque desde que escribió el Tratado de la naturaleza humana refutar a Hume ha sido uno de los «pasatiempos favoritos de los metafísicos»2, ninguno ha conseguido hacerlo de una forma verdaderamente satisfactoria. Fracaso que no debe ocultar que la teoría de Hume falla a su vez al tratar de explicar cuestiones importantes, como la racionalidad de los pensamientos, la integración de las percepciones y la consciencia; al igual que, por otra parte, fallan todas las teorías de la mente actuales, ya sea en estas cuestiones o en otras igualmente relevantes4. Se puede augurar por lo tanto un recorrido todavía muy largo al pensamiento de Hume, que seguirá jugando un papel esencial en la búsqueda de una teoría de la mente que supere estas dificultades.

Referencias

[1] Udo Thiel, The early modern subject, Oxford University Press, 2011.

[2] Bertrand Russell, Historia de la Filosofía Occidental, Tomo II. Editorial Austral, 2010.

[3] Stewart Goetz y Charles Taliaferro, A Brief History of the Soul. Wiley-Blackwell, 2011.

[4] Ian Ravenscroft, Philosophy of the Mind. Oxford University Press, 2005.

[5] Donald C. Ainslie. Hume on Personal Identity, en Elizabeth S. Radcliffe (Ed.), A Companion to Hume, Blackwell Publishing, 2008.

[6] David Hume, Tratado de la naturaleza humana, 4ª ed. Editorial Tecnos, 2022.

[7] Yumiko Inukai. Hume’s labyrinth: the bundling problem. History of Philosophy Quaterly, vol. 24, No.3 (2007) pp. 255 – 274

[8] David Hume, Investigación sobre el conocimiento humano, 3ª ed. Alianza Editorial, 2015.

[9] David Hume, De la Inmortalidad del Alma, en Eugene F. Miller (ed.), David Hume: ensayos morales, políticos y literarios. Editorial Trotta, 2011.

[10] Gerardo López Sastre, David Hume o la reflexión escéptica sobre el mundo religiosa, en Manuel Fraijó (ed.), Filosofía de la religión: estudios y textos, 4ª ed. Editorial Trotta, 2010.

[11] Immanuel Kant, Crítica de la Razón Pura. Editorial Gredos, 2017.

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