Es bien conocida la oposición que se plantea entre éticas teleológicas y éticas deontológicas El arquetipo de las éticas teleológicas es la ética de la antigua Grecia, y en particular de Aristóteles. Tales éticas parten de una cierta concepción del hombre y de lo que constituye su virtud, y en ellas su contenido normativo sirve para articular el tránsito entre la situación real del hombre y este objetivo ideal. Por el contrario, en las éticas deontológicas, elaboradas principalmente desde la Modernidad y representadas arquetípicamente por Kant, el contenido normativo asume el papel central. En estas éticas no se trata tanto de la búsqueda de la felicidad, sino de las formas de hacernos dignos de ella, quedando la virtud relegada a la función de sobreponernos a las tendencias e inclinaciones de nuestra naturaleza para lograr así hacer lo correcto.
Una de las tendencias más prevalentes desde la Modernidad es la creciente prevalencia de lo justo y las normas sobre lo bueno o la virtud, prevalencia que puede matizarse considerando el resurgimiento de las éticas de la virtud de la mano de pensadores como MacIntyre o Nussbaum. Esta tendencia puede relacionarse con varios factores, entre los que cabría destacar el ocaso de las concepciones que otorgan una cierta función o finalidad al ser humano; la secularización o el abandono de la fundamentación de la ética por motivos religiosos, pretendiendo sin embargo alcanzar esta fundamentación por medios racionales; y la exaltación de la individualidad, acompañada por la concepción liberal del Estado, según la cual su principal función es la protección de los derechos individuales. Junto con este proceso, se desarrolla una actividad de la Ética que llega a abarcar aspectos ético-políticos basados en la distinción entre “individuos” y “ciudadanos”.
En efecto, un concepto fundamental de la ética deontológica de Kant es la distinción entre imperativos hipotéticos y categóricos. Los imperativos hipotéticos se plantean para conseguir un fin concreto, incluyendo tanto fines altamente específicos e individuales, como también ese fin universal que es la felicidad. Estos imperativos se plantean en forma de consejos, que únicamente obligan en tanto que se pretenda conseguir una cierta forma de vida o de felicidad. Por el contrario, los imperativos categóricos tienen la forma de mandatos que obligan incondicionalmente y en cualquier caso.
Abandonada como se ha indicado anteriormente la fundamentación religiosa, surge la cuestión de cómo fundamentar tales imperativos categóricos. Uno de los primeros esfuerzos en este sentido vino dado por el utilitarismo, desarrollado inicialmente por Bentham y tras él por Stuart Mill. El utilitarismo fundamenta las normas basándose en el propósito de alcanzar el mayor bien para el mayor número de personas, sosteniendo que su gran ventaja es proporcionar un criterio “cuantitativo” de la justicia. Sin embargo, como han destacado detractores como Rawls, este criterio tiene la consecuencia indeseable de justificar atropellos sobre minorías al invocar el bien mayor para la mayoría, además de suponer una extensión injustificada del principio de utilidad desde el individuo hacia la sociedad, pues cuando el individuo lo aplica, distribuye sobre sí mismo ventajas y perjuicios, mientras que al aplicarlo sobre la sociedad, las ventajas y los perjuicios suelen distribuirse de forma desigual entre diferentes individuos.
Por tanto, para Raws es necesaria una nueva fundamentación de la justicia, que se ocupe de proteger los derechos de todos sus integrantes de acuerdo con los principios del liberalismo. Para ello, Rawls propone como fundamento de lo justo el hipotético consenso que todos los individuos de la sociedad podrían alcanzar sobre una determinada cuestión, si participasen desde una situación “a priori” en la cual cada uno de los participantes en la discusión no fuese consciente de sus circunstancias concretas y de la forma en que el consenso alcanzado pudiese favorecerle o perjudicarle en sus intereses particulares. Para Rawls, la aproximación a esta situación límite (pues obviamente es inalcanzable e irrealizable en su completitud) requiere que los individuos no solo sean racionales (como requeriría la aplicación de los imperativos hipotéticos), sino ante todo razonables, que es una cualidad diferente relacionada con la capacidad de apreciar la posibilidad de diferentes puntos de vista y de asumir un consenso global. Prosigue Rawls anunciando que si se tiene éxito a la hora de establecer este diálogo, el consenso alcanzado permitiría desarrollar un conjunto normativo sobre lo justo, que se superpondría a las diferentes concepciones de lo bueno, todas las cuales son lícitas mientras no se opongan a lo justo. Es misión del Estado vigilar el cumplimiento de lo justo y del Derecho, función que se fundamenta en el respeto a una Constitución que establezca unos mínimos, los cuales pueda razonablemente esperarse que serían libremente asumidos por todos los integrantes de la sociedad. De ahí la primacía que para Rawls tiene el poder judicial como garante del respeto a la Constitución.
Junto a esta protección de la libertad por el Estado, la protección de la igualdad es también necesaria. Para Rawls, esta protección puede conseguirse mediante la provisión de unos bienes mínimos a todos los integrantes de la sociedad. Sin embargo, otros pensadores como Amartya Sen critican esta concepción al considerar que diferentes individuos pueden obtener diferentes beneficios de los mismos medios según sus capacidades, y propugnan por tanto la necesidad de alcanzar no una mera redistribuición (que además, probablemente será incompleta) de los medios, sino una igualdad en las capacidades.
Como alternativa a las concepciones de Rawls y Sen, puede mencionarse la ética discursiva de Apel, la cual también se centra en la justificación de lo justo, y no a partir de una distinción entre individuo y ciudadano, sino por considerar que lo justo es lo único susceptible de justificación racional. Para ello plantea el principio dialógico, basado en la dimensión pragmática del lenguaje. Habermas también parte del principio dialógico de Apel, centrándose en la capacidad de convicción de los argumentos, la cual depende no tanto de su estructura, como de su contenido, y por tanto de la dimensión pragmática de la comunicación, tal y como condensa en su versión dialógica del imperativo kantiano, que establece la necesidad de someter dialógicamente los principios éticos a la convalidación de los demás. Así, el “sujeto trascendente” kantiano queda sustituido por la intersubjetividad como fundamentación de los principios éticos.
Con todo esto, puede establecerse una distinción entre dos esferas: la de la autonomía y la de la autorrealización. La autonomía corresponde a los principios universalizables convalidados dialógicamente, y la autorrealización a las posibles concepciones de la vida buena que sean compatibles con estos principios universales. En correspondencia con esto, Adela Cortina propone una ética de máximos y mínimos: unos máximos correspondientes a las diferentes ideas de vida buena, que deben respetarse activamente, y unos mínimos que se corresponden a los principios universales, y que son progresivamente ampliables, constituyendo así el germen de una ética intercultural.