El Blog de Alerce

Videojuegos, matemáticas, literatura, ciencias y filosofía en una mezcla (aparentemente) aleatoria

Los juegos rotos pueden ser divertidos

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Hay pocos juegos que estando tan “rotos” como Streets of Rage 1 y 2 consigan ser tan divertidos. Son juegos fantásticos, con unos gráficos y una ambientación increíble, con una de las mejores bandas sonoras de los 16 bits, digna de ser escuchada a todo volumen para apreciar los pitidos y chasquidos del Yamaha y el Z80 de la megadrive en toda su gloria. Y sobre todo, son divertidísimos, pero no nos engañemos: están rotos.

¿El motivo? Unos personajes con unos movimientos increíblemente desbalanceados. El “culpable” en Streets of Rage 1 era Adam: aunque se suponga que es el personaje más lento, su velocidad de movimientos es aceptable, y como contrapartida tiene golpes bastante contundentes, y, sobre todo, una patada voladora con una “gachetopierna” que casi abarcaba media pantalla. El resultado: niveles enteros que se pueden superar encadenando una patada voladora tras otra:

¿La solución al problema? Eliminarlo como personaje seleccionable en Streets of Rage 2: los malhechores del juego, presumiblemente hartos de recibir patadas voladoras en la cara, deciden secuestrarlo, de modo que su rescate queda en manos de sus compañeros. Asunto resuelto, pero, a cambio, un problema aún mayor: Axel.

Axel resulta casi inutilizable en Streets of Rage 1 precisamente debido a su patada voladora; patada, por llamarla de algún modo, porque, siendo estrictos, no llega a serlo: Axel apenas se levanta unos centímetros del suelo, y lo hace con la pierna recogida, pretendiendo golpear con la rodilla. Pobre rodilla, los ligamentos duelen solo de verlo. Así que los desarrolladores, seguramente conscientes de que con ese salto Axel parecía más un musculitos de gimnasio al borde de la jubilación que un experto en artes marciales, decidieron potenciarlo mejorando ligeramente su patada y, sobre todo, dotándole con el arma definitiva de los juegos de “yo contra el barrio”: su “grand upper”.

He aquí un movimiento que dura casi un segundo, tiempo durante el que el personaje es invulnerable, que arrasa con todo lo que tenga por delante (o por detrás: con una buena sincronización de los dedos es posible ejecutarlo hacia atrás, como un “Moonwalk”, pero en estilo de arma de destrucción masiva), sin que sea necesario calibrar la distancia a la que se ejecuta, y que puede infligir múltiples impactos a múltiples enemigos. Es la subversión total de los juegos de lucha: con él, resulta que la mejor estrategia es dejarse rodear, por cuantos más enemigos, mejor, y barrerlos de un solo puñetazo, que, además, como nos desplaza hacia adelante una buena distancia, nos sacará del atolladero y nos dejará libres para volver a atraer a otro grupo de enemigos y repetir la jugada. El pobre Axel tiene que acabar ronco de tanto gritar “Attaka!” (o lo que sea que grita, no sabría decir qué es con exactitud) en cada partida.

Pero aún así el juego es divertidísimo, sobre todo si uno tiene la suerte de tener diez o doce años y un amigo con el que jugar a dobles después de las clases. Yo siempre me cogía a Axel, desde luego: ser el que pone el juego tiene que valer de algo. Mi amigo Sanz tenía que conformarse con Blaze. Aún recuerdo lo que me dijo una vez, tras fulminar a Mr. X con un festival de “Attakas!”: “Contigo, todos los videojuegos son fáciles”. Qué mas da que más de la mitad del mérito (o de la culpa) fuese del diseño del juego: eso sí que fue un piropo. Todavía estoy esperando a que mi mujer me diga algo la mitad de bonito.

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